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Los 70 años de la República Popular China:del pensamiento de Mao al de Xi Jinping

El presidente chino busca en las continuas referencias a Mao una legitimación ideológica
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06 de octubre de 2019 a las 05:00

Antonio R. Rubio

El 1º de octubre de 1949 nacía la República Popular China, tras la victoria de los comunistas de Mao Zedong sobre los nacionalistas de Chiang Kai-shek. Los fastos del 70º aniversario han sido el escaparate de la China de Xi Jinping, más comunista y más nacionalista que nunca después de Mao.

Hace 70 años muchos interpretaban la fundación de la República Popular en el contexto del combate ideológico de la naciente guerra fría, e incluso hay quien acusaba a la administración Truman de haber perdido a China para el mundo libre. La guerra de Corea, que tuvo lugar al año siguiente, parecía confirmar esta creencia, pues en ella se enfrentaron directamente soldados norteamericanos y chinos.

Si a esto añadimos que las consignas de Mao predicaban el establecimiento de una nueva sociedad china surgida de la destrucción de la sociedad tradicional, la percepción de los asuntos de China se deslizaba más hacia un enfoque ideológico que geopolítico. Pero esto cambiaría con el viaje de Nixon y Kissinger a Pekín en 1972, una demostración de que los respectivos intereses estratégicos estaban por encima de las ideologías.

Sin embargo, Mao fue algo más que un ideólogo. Fue también un ferviente nacionalista. Quería construir el socialismo, pero con características chinas. Es una idea que sigue repitiendo actualmente el presidente Xi Jinping, el hombre que ha acaparado en China más poderes desde la muerte de Mao, y que aspira a perpetuarse en el gobierno dejando atrás el sistema de dirección colegiada establecido desde la retirada de la vida política del reformista Deng Xiaoping.

Mandarinato comunista

La realidad es que el propio Mao, en confidencia hecha a Kissinger, aseguró que no había podido cambiar China más allá de Pekín y sus alrededores. Las campañas políticas de Mao, desde el Gran Salto Adelante a la Revolución Cultural, respondían al temperamento del líder, dispuesto a no perder su protagonismo en la vida pública y no quedar relegado al papel de un viejo emperador retirado en vida. Por eso le gustaban las crisis permanentes. Pero en el fondo, la vieja China nunca dejó de existir, pese a los uniformes oficiales maoístas, y su gobierno se convirtió en una burocracia de mandarines, dispuestos a secundar los mandatos del Nuevo Hijo del Cielo.

Faltaba, sin embargo, el componente tradicional del confucianismo, que Mao no apreciaba, pero sus sucesores pronto descubrirían que las ideas de Confucio, afianzadoras del principio de jerarquía social, podían ser útiles en la China regida por el Partido Comunista (PCCh). Con el paso del tiempo, se podría afirmar que en ese país había surgido una nueva dinastía, en la que las ideas del marxismo podían convivir en cierta armonía con las tradiciones de gobierno de un imperio milenario.

Después de todo, el personaje más admirado por Mao en la historia china era el emperador Qin Shi Huang, que unificó China en el año 221 a.C., tras conquistar los territorios de los llamados reinos combatientes, y que dio lugar a un Estado centralizado y burocrático.

Así también es el Estado de lo que bien podría llamarse la “dinastía comunista”, bien se trate del poder encabezado por Mao o por Xi Jinping.

Quizá la diferencia esté entre la voluntad de crear una nueva China dejando atrás muchas de sus tradiciones, y la de integrar el legado histórico y cultural al servicio de una China dirigida, en ambos casos, por el PCCh y su líder. Xi Jinping, que busca en las continuas referencias a Mao una legitimación ideológica, bien podría hacer suya aquella frase del Gran Timonel de que el PCCh tiene un papel dirigente al este, oeste, sur, norte y centro.

La lucha

Dentro de la recuperación ideológica de Mao, sin que eso sea obstáculo para reconocer sus “errores” –siempre sin recordarlos en exceso–, los analistas recuerdan que Xi utiliza la palabra “lucha”. La lucha representa una especie de energía vital para no caer en la fosilización de las estructuras políticas. Llevada hasta el extremo, sirvió para que un Mao septuagenario pusiera en marcha la Revolución Cultural, incluso con la consigna de “fuego sobre el cuartel general”.

Xi Jinping necesita hacer acopio de pureza ideológica, acompañada al mismo tiempo de un nacionalismo chino que aspira a tener una proyección global.

En este contexto, la figura de un reformista como Deng Xiaoping ha pasado a segundo plano, porque la percepción extendida sobre él es que era un pragmático con su defensa del mercado –en el que el Estado y sus empresas seguían teniendo un papel principal– y sus afirmaciones de que la pobreza no debía identificarse con el socialismo.

Bien se podría afirmar, con Kissinger, que Deng nunca quiso ser un emperador, como Mao, sino que se comportó como el mandarín principal. Fomentó reformas, pero siempre con un límite intocable en la China actual: el papel dirigente del partido. Sin él, China volvería a un período de anarquía y de nueva colonización extranjera.

Con todo, tal y como se vio en el Congreso del PCCh de 2017, Deng Xiaoping no ha sido considerado en las instancias oficiales como el creador de una doctrina o pensamiento propio, equiparable al de Mao. En cambio, ahora se habla de “pensamiento Xi Jinping” y se le sitúa a la altura del fundador de la República Popular.

Forma parte de la Gran Armonía, por emplear una expresión de Confucio, cuyas doctrinas, un tanto vulgarizadas, pueden ser un elemento más para construir el “sueño chino”, mencionado con frecuencia por Xi en sus discursos, si bien se da la paradoja de que el filósofo nunca encontró un gobernante que siguiera sus consejos.

La sombra de Hong Kong

Las celebraciones del 70º aniversario del régimen chino se ven un tanto ensombrecidas con el clima de protestas en Hong Kong, cuya población se aferra mayoritariamente a lo acordado en la retrocesión de soberanía por Gran Bretaña, culminado en 1997, y que se resume en el eslogan: “Un país, dos sistemas”.

Es verdad que la antigua colonia británica sigue siendo un importante centro económico y financiero, pero su semiautonomía política está siendo sometida a una fuerte presión desde hace años, y todo en nombre del patriotismo, centralizador y unificador, defendido por Pekín. Las autoridades chinas se mueven con cierta cautela, pese a los movimientos de tropas en la frontera, aunque también tratan de dejar claro que no les temblaría la mano para utilizar la fuerza.

Esto supone un riesgo para ambas partes, sobre todo para el régimen chino, que tendría que reprimir a una población mucho más numerosa que la de los estudiantes concentrados en Tiananmen en 1989, y con el agravante de que lo sucedido será amplificado por las redes sociales.

Y otro punto de fricción son las consecuencias de la guerra comercial entre EE.UU. y China, en la que Pekín tiene que actuar con cautela, pues las importaciones de productos americanos son menores que las exportaciones de productos chinos. En cualquier caso, esto supone un aumento de la incertidumbre sobre el futuro de la economía mundial, e implica una ralentización del crecimiento económico chino, con todas las repercusiones sociales que esto supone.

El martes 1 ° ha sido la ocasión de mostrar en Pekín el más espectacular desfile militar de su historia, con tecnología de origen exclusivamente chino en la que tampoco faltan misiles intercontinentales.

Esta demostración de fuerza busca infundir en la opinión pública que Pekín está preparado para responder a los retos y consolidarse como potencia global, pero la segunda economía mundial no debería olvidar que el poder y la influencia en el complejo escenario internacional de nuestros días no se miden exclusivamente por las capacidades militares.

Cuentan mucho la dimensión económica y el soft power, dos aspectos en los que Deng Xiaoping, el gran reformador de la China moderna, tenía amplia experiencia. (Aceprensa)

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