Gabriel Pereyra

Gabriel Pereyra

Zikitipiú

Los argentinos babosos y nosotros, los incapaces

El episodio de las trabas en Nueva Palmira debería ser una lección para criticar menos a los vecinos y mirar lo que hacemos en casa
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02 de septiembre de 2013 a las 00:00

Muchos uruguayos ha tomado casi que como un deporte el pegarle a la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner. Su talante podrá alentar las críticas, pero estas, embebidas generalmente en discrepancias ideológicas, se basan en que está recorriendo un camino que llevará a al pueblo argentino al despeñadero. O sea, uruguayos preocupados por la suerte de los argentinos (que, también es verdad, es parte de nuestra suerte).

Pero cuando Cristina y los suyos hacen alguna movida diplomática en beneficio de los argentinos, también se la critica porque, obviamente, para beneficiar a su pueblo muchas veces tiene que perjudicar a otro, en este caso el nuestro. Así son las relaciones internacionales en general. O sea, se la critica si hace cosas malas para los argentinos y se la critica si hace cosas buenas para los argentinos.

Si hay algo en lo que deberían coincidir los gobernantes argentinos, peronistas, neoperonistas, camporistas, incluso los radicales cuando alcanzan a gobernar algunos años sin escapar en helicóptero antes de terminar su mandato, es en que la diplomacia debe estar enfocada en defender los intereses de Argentina, y lo demás es lo de menos.

Entrampados en el absurdo de considerar "hermanos" a los argentinos, muchos uruguayos no atinan a ver que Argentina, con toda su ensalada de política, jet-set, corrupción y decenas de etcéteras que pautan los asuntos gubernamentales de aquel lado del charco marrón, es, aún así, mucho más eficiente que Uruguay a la hora de defender los intereses de su gente. Y es ahí donde, desde una mirada mezcla de inocencia provinciana y mediocridad endémica, surgen algunas críticas hacia Cristina.

Que nos chicanean con el canal Martín García, que el canal del Indio, que el dragado, que van y vienen, que nos babosean. “La diplomacia es la política con traje de etiqueta”, dijo alguna vez Napoleón Bonaparte. En Uruguay, en los últimos años, parece que es la política con traje de bufón.

Argentina hace lo que le conviene a su gente en materia diplomática y en vez de llorar y criticar deberíamos analizar qué ha hecho Uruguay en ese plano.

Tomemos apenas los últimos años donde al paupérrimo nivel de la diplomacia local y a la cultura de la aldea y del llanto, se le sumó la estúpida creencia de que como además de hermanos ahora éramos compañeros ideológicos, las cosas iban a cambiar.

En estos días terminamos enterándonos de que vamos a tener que tragarnos todos una de nuestras quejas orientales empapadas en súplicas y lágrimas respecto a la no autorización de Argentina para que haya inversiones en Nueva Palmira. Nos enteramos por la prensa, porque faltan toneladas de coraje para dar la cara ante estos papelones, que esas inversiones están trancadas desde hace seis años porque Uruguay no entregó la información solicitada.

Desde 2007 inversiones por unos US$ 150 millones están demoradas porque Uruguay no da una respuesta para lo cual debía comprar un software de US$ 37 mil.

Solo el dinero como objetivo único y lógico de los negocios puede explicar que esos empresarios no abandonen los proyectos en un país tan poco serio como este y se vayan incluso a Argentina, que en esto parece un poco más eficaz. Para quienes defienden sus intereses económicos podría llegar a ser preferible un sistema que se mueva por la coima, que al menos se mueve, que uno trancado por la eterna inoperancia.

"Nueva Palmira esta trancada, maldita Cristina y los peronistas de la nueva ola, porteños babosos y bla bla bla"; y resulta que la demora era culpa nuestra. ¿Con qué autoridad defenderemos o criticaremos las chicanas que obviamente van a seguir estando presentes de parte de los argentinos?

Estas gestiones sobre Nueva Palmira provienen de una época en que el canciller era el extinto Reinaldo Gargano, que habrá tenido muchas virtudes en vida pero que evidentemente una no era la diplomacia. Con todo, Gargano era un influyente dirigente de un partido de la izquierda y, llegado el momento, sus carencias diplomáticas las podía suplir con carácter y representatividad política.

Ahora al frente de la Cancillería tenemos a alguien que si fuera por sus cualidades técnicas, en la carrera diplomática no podría ser nombrado embajador. Pero a diferencia de Gargano, este canciller no puede suplir su pobreza técnica con representatividad partidaria y, muchos menos, con carácter.

Aún lo recuerdo dando vueltas en su despacho mientras clamaba que su par argentino Héctor Timerman lo había rezongado porque la prensa uruguaya estaba culpando a Argentina de las trabas en el dragado del canal.

Viéndolo a la distancia lo único que me cambió de aquel encuentro es que, quizás, Timerman tenía razón; vaya a saber cuántas veces criticamos a Cristina y a los suyos cuando en realidad lo que estamos haciendo es tapar nuestra ineficiente mediocridad provinciana, de la que hoy se puede cursar un doctorado en la sede de la Cancillería

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