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Los líderes están llorando mientras trabajan y puede ser algo bueno

Los ejecutivos están llorando en público cuando se enfrentan a la suspensión de empleados y el cierre de negocios, como consecuenca de la actual pandemia
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11 de mayo de 2020 a las 05:00

Charlie Baker, el gobernador republicano de Massachusetts, rompió en llanto mientras hablaba sobre la muerte de la madre de su mejor amigo.
Eric Garcetti, el alcalde demócrata de Los Ángeles, contuvo las lágrimas mientras hablaba sobre los efectos del coronavirus en su ciudad. Mark Meadows, el jefe de personal del presidente estadounidense, Donald Trump, ha llorado frecuentemente en las reuniones con el personal de la Casa Blanca, mientras que Andrew M. Cuomo, el gobernador demócrata de Nueva York, ha llorado más de una vez durante las sesiones televisivas que ofrece a diario sobre el coronavirus.

Después de que Howard Stern le preguntó a Cuomo sobre el asunto —“Sí”, respondió el gobernador, para admitir que había llorado—, un programa de radio local repasó el tema. “Me sorprendió un poco la pregunta”, comentó Cuomo, quien hizo notar que su padre, el exgobernador Mario M. Cuomo, se mostraba reacio al momento de decir que había llorado. Su hijo, no. Lloró “por el número de muertos”, confesó.

Llorar en el trabajo, en especial en la política, solía considerarse como una desventaja. “Tendemos a querer que nuestros líderes parezcan confiados y seguros”, mencionó Alicia Grandey, profesora de Psicología en la Universidad Estatal de Pensilvania, quien ha estudiado las emociones en los lugares de trabajo.

El llanto ha destruido muchas carreras políticas. “Yo solía decir: ‘Kleenex debería patrocinarme’”, comentó Patricia Schroeder, excongresista de Colorado, quien rompió en llanto mientras renunciaba a una candidatura presidencial en 1987, un suceso que tuvo cierta resonancia y por el cual siguió recibiendo amenazas por correo décadas más tarde.

Desde hace tiempo, se ha desalentado a derramar lágrimas en el trabajo: la gente que llora corre el riesgo de ser concebida como menos profesional y menos competente que sus colegas más estoicos.

Además, desde hace mucho tiempo el llanto ha resaltado la complicada dinámica entre la percepción sobre las emociones de la gente… y quién puede expresarlas en público. “Ambos géneros se consideran débiles cuando lloran, pero para los hombres es mucho peor porque va en contra de las reglas de una manera muy enfática”, opinó Elizabeth Baily Wolf, profesora titular de Conducta Organizativa en Insead, una escuela de negocios cerca de París.

Cuando una mujer llora en el trabajo, confirma el estereotipo de las mujeres: sensibles, histéricas, incapaces de rendir bajo presión. Sin embargo, cuando lo hace un hombre, está desafiando el estereotipo de los hombres —fuertes, decididos—, y eso le puede perjudicar aún más.

“Cuando veo a un hombre llorar, lo considero una debilidad”, ha señalado Trump. En sus palabras para la revista People en 2015: “La última vez que lloré fue cuando era bebé” (hace poco describió la muerte de un amigo a causa del coronavirus como “una cosa muy triste”). Sin embargo, hay algunos temas que simplemente son demasiado desgarradores como para no llorar, sin importar el género… y la actual pandemia podría ser uno de ellos.

Así como Cuomo, Baker y Garcetti —y Jared Polis, el gobernador demócrata de Colorado, quien lloró mientras respondía a críticas que comparaban su orden de permanecer en casa a las tácticas que usaron los nazis—, los ejecutivos están llorando en público cuando se enfrentan a la suspensión de empleados y al cierre de negocios.

El director ejecutivo de Marriott dio un emotivo mensaje en video a sus empleados que ha sido elogiado como una “lección de liderazgo”.
Los presentadores de televisión como Anderson Cooper, Don Lemon y Erin Burnett están rompiendo en llanto mientras hablan sobre la cantidad de muertos. Los trabajadores en la primera línea están llorando en sus trabajos, los trabajadores en cuarentena lo hacen desde los escritorios de sus casas.
“Creo que me preocuparía la persona que no haya llorado en el último mes”, señaló Brian Stelter, el anfitrión del programa “Reliable Sources” de CNN, quien describió en Twitter cómo se había metido “a rastras a la cama y lloré por las vidas que teníamos antes de la pandemia”.
Brecha  de lágrimas

En algún momento, llorar fue percibido como una fortaleza. Según Tom Lutz, el autor de “Crying: The Natural and Cultural History of Tears”, en el siglo XVIII era común que los hombres de la clase alta lloraran; de hecho, “se les consideraba brutos si no lo hacían”, mencionó.

Fue apenas en el siglo XIX que surgió la idea del estoicismo masculino, y no fue sino hasta mediados del siglo XX que las lágrimas se usaron para sugerir que “los candidatos a un cargo público no eran lo suficientemente masculinos o estables” para estar ahí, según Lutz.
Esto podría ayudar a entender por qué, aunque los niños y las niñas lloran por igual cuando son pequeños, los hombres tienden a llorar menos que las mujeres de adultos… y mucho menos que las mujeres en el trabajo.

Según una investigación realizada en la década de 1980 por el bioquímico William H. Frey, las mujeres lloran con una frecuencia cinco veces mayor a la de los hombres, para un promedio de cinco veces al mes. También lloran durante más tiempo. Nuevas investigaciones han producido resultados similares.
Hay un sinfín de razones para explicar esta brecha del llanto, entre ellas el condicionamiento cultural —es más aceptable que lloren las mujeres— y el hecho de que, en términos anatómicos, los conductos lagrimales de las mujeres son más superficiales, lo cual provoca excedentes y estos a su vez vuelven más visibles sus llantos.

No obstante, tradicionalmente, las expectativas sociales para los hombres en la vida pública —en especial en la política— han sido bastante claras en cuanto al llanto. Concretamente, se espera que no suceda. “Llorar es una forma no verbal de decir: ‘Necesito ayuda y apoyo’”, comentó Wolf. Las lágrimas pueden hacer que un líder luzca más cercano y “cálido”; también que un líder parezca indefenso y menos competente, explicó Wolf.

El resultado depende en buena parte del juicio que ya se hayan formado las personas sobre la persona que está llorando.
Como evidencia podríamos poner al exsenador Edmund S. Muskie, cuya campaña presidencial de 1972 resultó afectada luego de que surgieron rumores que aseguraban que había llorado por un reportaje en el que se criticaba a su esposa (sucedió durante una tormenta de nieve y se suscitó un gran debate en torno a si tenía una lágrima o un copo de nieve derretido en el ojo).

Quince años más tarde, cuando Schroeder lloró mientras finalizaba su campaña presidencial, sus simpatizantes —muchas de ellas mujeres— se preocuparon de que el incidente hubiera reforzado los estereotipos sobre la capacidad de las mujeres para mantener la compostura bajo presión.

“Me pedían que fuera a la televisión a hablar sobre mi ‘colapso’… ¡mi colapso!”, comentó Schroeder en una entrevista. “Pensé: ‘Solo dejé de hablar tres segundos’”.
“La gente solía decir: ‘No queremos que el dedo sobre el botón nuclear sea el de alguien que llora’”, agregó. “Yo diría: ‘Bien, ¡yo no quiero que la persona que tenga sus dedos sobre ese botón no llore!’”.

Durante años, Schroeder guardó un “archivo del llanto” en su oficina del Congreso, con recortes de noticias sobre figuras públicas que habían llorado en público.
Lutz señaló: “En la vida profesional, ahora puedes llorar para mostrar empatía y preocupación, pero no puedes llorar porque te sientes herido o porque estás frustrado, ni siquiera porque estás enojado, sin importar qué tan aceptables podamos considerar esas lágrimas en nuestros amigos y nuestra familia. Esto también es verdad para los políticos: pueden llorar por otro, pero no por ellos mismos”. (The New York Times) l

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