Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Los otros importan y sostiene María

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18 de agosto de 2019 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:

 

Los otros importan

La docencia es una de mis grandes pasiones –probablemente la más grande-. No sólo porque me concede el goce de expresar y compartir el “placer que hay en la Filosofía”, sino también, porque dentro de una clase encendida por el deseo de buscar la verdad surgen, de tanto en tanto, ocurrencias que rompen el “libreto”. No sé si se trata de un deleite compartido, pero pocas cosas me entusiasman más que ser sorprendida por una pregunta insospechada, que me obliga a detenerme a pensarlo todo de nuevo, y no debe haber lugar más propicio para esto que el aula. (Por otra parte, éste término proviene del latín y en los tiempos romanos refería a “patios cercados donde se realizan ceremonias”. Así, etimológicamente, el “aula” es un espacio en el cual se celebran actos solemnes… ¿Cómo es posible, Leslie, que con el tiempo, una palabra haya mudado de significado tan drásticamente?)

Hace unos días, en una clase de Filosofía para psicólogos, una alumna inquirió: ¿por qué tenemos los seres humanos la costumbre de mirarnos al espejo? Le confieso que no me vi inmediatamente sorprendida por su pregunta, que respondí de forma casi automática, apelando al estadio del espejo de la teoría lacaniana. El Yo (o parte consciente de la mente humana) se desarrolla y consolida en la infancia a partir de la percepción de la imagen corporal reflejada en el espejo.  Mas, no del todo conforme con mi respuesta, ella persistió en la duda, que pronto tuvo un efecto contagio, orientando a la clase hacia la cuestión referente al valor simbólico del espejo como reflejo de nuestra imagen, pero ¿según los ojos de quién? ¿de los otros o de nosotros mismos? 

Una hora y media no es nada cuando se trata de echar luz sobre interrogantes tan complejas –y, por eso, la mayor parte de los presentes nos marchamos con más preguntas que respuestas-. Sin embargo, ese mismo tiempo dedicado a elucubraciones filosóficas es lo suficientemente extenso como para no caber en esta carta.  Así, to make a long story short (hace rato que estoy tratando de traducir esta expresión al español, pero no logro discernir otra forma que no sea “resumiendo”, la cual me resulta demasiado acotada para la ocasión y, entonces, le ruego sepa disculpar mi súbito anglicismo): la clase concluyó con “el espejo es la mirada del Otro”, plasmada  en el pizarrón.  

Nos miramos al espejo porque este nos concede la oportunidad de adivinar nuestra imagen percibida a través de los ojos del otro.  Pero no por mera veleidad o coquetería. La mirada del otro nos importa porque, como seres sociales que somos, nos encontramos sujetos a otras autoconciencias que simultáneamente nos confirman y nos niegan.  Vanidad (pero no como arrogancia, sino como ilusión infructuosa) es, en realidad, pretender que el otro no importa. Y en tiempos donde el individualismo exacerbado impera, vale la pena invocar esta máxima. 
En El Ser y la Nada, Sartre refiere a la experiencia de la mirada del otro mediante un ejemplo revelador: estamos caminando por el pasillo de un hotel y escuchamos ruidos en una habitación. Nos acercamos a la puerta a escuchar y mirar por la cerradura para ver qué está pasando. Nuestra conciencia está atenta a lo que está sucediendo en la habitación, no a nosotros mismos. De pronto nos damos cuenta de que alguien nos está observando, y en ese momento sentimos vergüenza (emparentada al pudor de los antiguos griegos). Este sentimiento tiene dos propósitos o sentidos: la toma de conciencia del otro (como alguien que nos interpela y compromete), y la conciencia de nosotros mismos en la situación concreta en la que estamos viviendo.  

Así, la mirada del otro me hace consciente de lo que soy. Y ella puede ser tan liberadora como paralizante. Para Sartre es, en efecto, paralizante: “el infierno son los otros” ya que representan un obstáculo a la posibilidad de auto-determinarnos libremente. 
En medio del frenesí de selfies incitado por las redes sociales, y cuando –como afirma Byung Chul Han- el “parecer” prevalece sobre el “ser”, la sentencia de Sartre es, sin duda, pertinente. Sin embargo, persiste en mi la sospecha de que ese infierno arde, no tanto a causa de los otros, sino más que nada en nosotros cuando perdemos conciencia de que nuestra existencia es siempre un existir-con, y que, por eso, los otros son tan importantes.

Nos miramos al espejo porque este nos concede la oportunidad de adivinar nuestra imagen percibida a través de los ojos del otro.

Sostiene María

De Leslie Ford,del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magdalena:

 

Sostiene María, mi mujer y traductora, que la expresión “To make a long story short”, a la que alude usted, es difícil de traducir, cuando la lengua de destino no cuenta con palabras suficientemente cortas, porque resultaría contradictorio decir eso extensamente. Por si le sirve, le ha venido a la cabeza una expresión de origen argentino: “Hacerla corta”. O sus variantes: “Te la hago corta”, “Hacela corta”. Que tienen mayor afinidad con el texto original. 

Toda traducción es, en primer lugar, un desafío lingüístico. Shakespeare legó a sus futuros traductores una maldición translaticia cuando le hizo decir al pobre Macbeth que, si intentaba lavarse en el océano la sangre de Duncan, lo teñiría de rojo, “making the green one red”. Pero la inversa también es cierta y el castellano ha gozado de inmensas venganzas. O ¿cómo traduciría usted al inglés, sin perder la onomatopeya, aquel verso de San Juan de la Cruz: “…un no sé qué que queda balbuciendo”?

Pero el problema de la traducción -sostiene María-, es también filosófico.  Los idiomas, inversamente a los espejos, no nos devuelven exactamente lo que les entregamos, sino otra cosa parecida y reconocible, pero distinta, a través de sus propios y limitados sonidos. Y lo mismo sucede con lo que, de un modo bastante técnico, Sartre llama los otros. 

Más de una vez, en orden a arrojar más luz sobre algunas cuestiones filosóficas, resulta no sólo útil sino imprescindible, escudriñar la vida de los filósofos. Pienso que poco se entendería del pensamiento de San Agustín si desconociéramos el episodio del “Tolle et lege”. Para entender una inteligencia literaria tan impresionante como la de Sartre y su condena de los otros, no podemos no señalar su ligera, inherente, inmadurez. Ligera, no porque fuera escasa, que eso no lo sabemos, sino porque era lo que hoy llamamos light. 

Sartre estudió en la famosa École Normale Supérieure, donde conoció a Raymond Aron, su amigo y oponente intelectual de toda la vida. Pero, mientras Aron ponía el trabajo intelectual siempre por delante, Sartre confesaba que soñaba con vestir pantalones de franela clara y seducir mujeres. Fue un existencialista, pero -sostiene María- no con el ADN de Kierkegaard, sino de Saint-Germain-des-Prés. Nihilista, sí, pero de los que, si la chica se suicida el sábado, le proponen tener sexo el viernes (el chiste original es de Woody Allen). Eso le llevó a vivir la relación abierta quizás más célebre del siglo XX, con Simone de Beauvoir, su compañera de décadas… ¡Y ésta fue su relación más comprometida! Entonces, por supuesto: el infierno son los otros.

Aunque nada de esto invalida absolutamente sus logros filosóficos, ni sus aportes intelectuales, sí los delimita y los justiprecia. Porque usted puede ser un tarambana y un excelente Físico Cuántico, pero de un filósofo, de un amante de la sabiduría, se espera que no sea un tonto, ni un cachondo. De otro modo, ¿para qué le sirvió toda su filosofía? Kierkegaard explica muy bien por qué la mente moderna, reduciendo el ser al pensar, permite la aparición de pensadores-no-sabios, o sólo-pensadores a los que no se exige que produzcan frutos personales de virtud.

¡Cuántos casos hay de ese abaratamiento filosófico!… 

La única vez que yo coincidí con Sartre, en La Coupole, una famosa brasserie del Boulevard du Montparnasse, él comía tostadas con caviar, acompañado de dos jovencitas recién salidas de aquel chiste de Woody Allen. Tenía 70 años, pero daba la impresión de que seguía soñando con sus pantalones de franela clara…

Nuestra relación con los otros es, usted lo ha explicado muy bien, una forma esencial de autoconocimiento. Maldecirlos, demonizarlos, como hace Sartre, conlleva condenarnos a la ignorancia de no llegar a saber jamás quiénes somos, desoyendo la recomendación del antiguo Oráculo. 

Los otros -sostiene María- son todo lo contrario de mirarse al espejo. 

Porque los espejos son como los famosos juicios analíticos a priori, de Kant: no nos cuentan nunca nada nuevo. Pero los otros -como bien muestra la preciosa cita de Cortázar que abre su carta hoy-, ponen ante nuestros ojos, ese camino que hay en nosotros mismos, que estaba oculto a nuestros propios ojos, y que nos conduce, a través del diálogo, hacia el amor y la sabiduría.

Oui, Jean-Paul!: ¡El Paraíso son los otros!

 

 

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