Está allá arriba, redonda y hermosa como siempre. Luminosa, distrayendo el camino del viajero, o alentando la inspiración de los escribientes. El futuro astronauta la mira y piensa que, esta vez sí, después de tantos años de pasarle cerquita, de sobrevolarla en cápsulas prehistóricas, su raza evolucionó hasta el punto de poder plantarse en ese suelo que desveló a sus hermanos desde el principio de los tiempos.
¿Cómo será flotar por su atmósfera, percibir sus verdaderos colores, intentar olfatear alguno de los aromas que seguramente tiene escondidos? Los científicos no tienen esperanzas de encontrar rastros de vida. O, piensa el astronauta, no desean tener que usar ningún tipo de fuerza en caso de que haya alguna especie rebelde. Ellos, los científicos, dicen que no es posible que, cruzando la calle espacial, se encuentren con algún transeúnte pensante.
Pero el astronauta solo piensa en navegar. No importa si lo que lo espera es un páramo, un vergel o un ejército de extraños. Desde muy chico lo intrigó esa pelota igual de persistente pero mucho más hermosa que la enorme estrella enana que prende fuego el horizonte.
El astronauta meditó un poco más sobre los misterios del universo, recogió sus petates, y agito sus seis patas peludas sobre el polvoriento suelo para continuar el camino a su casa lunar. Antes, elevó una vez más sus ocho ojos hacia planeta azul y verde que desde el principio de las cosas lo espera puntual con vaya a saber cuántas primicias.
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