Opinión > ANÁLISIS/ Rafael Porzecanski

Manal de Arabia

Llama la atención el poco espacio que suelen dedicar los movimientos feministas locales a las penurias atravesadas por las decenas de millones de mujeres que viven sometidas a regímenes similares al saudí
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07 de octubre de 2017 a las 05:00
Por Rafael Porzecanski
Un 1º de diciembre de 1955 en la ciudad de Montgomery, Alabama, una joven afroamericana llamada Rosa Parks se negó a ceder su asiento en un bus a un hombre blanco y retirarse al espacio asignado a las entonces llamadas "personas de color". Por esa pacífica pero tozuda rebeldía, la señora Parks acabó en la cárcel y le dio simultáneamente un empujón formidable al proceso de desegregación racial e igualdad formal en los Estados Unidos. Con toda justicia, a Rosa Parks se la conoce como la "primera dama" de los derechos civiles.

Así como la historia guarda un lugar de privilegio para Parks, lo mismo debiera hacer con Manal Al-Sharif, una mujer saudí de 38 años que supo pagar con prisión y hostigamiento haber desafiado a la monarquía teocrática de su país.

¿Cuál fue el delito de Manal? Muy simple: estar al volante y hacerlo saber al mundo. En Arabia Saudita, país que ocupó en 2016 el lugar 141 entre 144 países en el ranking de igualdad de género del Foro Económico Mundial, la interpretación clerical de la ley islámica (de cuño wahabista) impuso tradicionalmente que las mujeres no estaban autorizadas a conducir.

Desafiando esa peculiar interpretación de la sharia (única en el mundo), Manal osó en junio de 2011 subir a Youtube un video suyo conduciendo en la ciudad de Kobar. En un solo día, ese video fue visto 700.000 veces. Por ese pecado, Manal fue llevada a prisión durante nueve días y atacada ferozmente por un sector importante de sus compatriotas. Forzada a emigrar tras perder su trabajo, Manal recaló en Sidney desde donde escribió su autobiográfico libro "Atreviéndose a conducir".

Entrevistada por la revista "The Economist", Manal expresó: "Cuando conduzco me siento liberada. Me siento independiente y libre. Conducir para nosotras es un símbolo de resistencia. En Arabia Saudita siempre necesitaba un hombre que condujera. Y yo estoy trabajando y sigo siendo tratada como una niña".

Así como Manal se nutrió del ejemplo de algunas activistas pioneras (como aquellas que lideraron en 1990 una manifestación masiva de conductoras que culminara con varios arrestos), otras mujeres tomaron a Manal como fuente de inspiración. La noche del 23 de octubre de 2013, la joven Loujain al-Hathloul fue voluntariamente filmada por su padre mientras conducía por las avenidas de la capital Riad. Tras la difusión del video, fue arrestada y pasó 73 días en la cárcel.

La lucha de Manal, de Loujain y de tantas otras mujeres saudíes que no conocemos tuvo al fin su recompensa: la semana pasada la monarquía saudí promulgó un decreto que allana el camino para que todas las mujeres adultas del reino puedan conducir. Tras este paso decisivo, se estima que la medida entrará en vigencia en 2018.

Según algunos analistas, la decisión puede responder a una diversidad de motivos. Se ha mencionado, por ejemplo, que la medida podría favorecer que las mujeres accedan más fácilmente a sus trabajos (en un país donde el transporte público es deficiente) y por tanto estimular el empleo y el crecimiento económico. En cualquier caso, es un hecho histórico que debe remitirnos a Manal y a todas aquellas que arriesgaron su pellejo en nombre de la libertad y la igualdad de derechos.

Si recién en 2017 las mujeres saudíes (casi catorce millones de personas) vislumbran una posibilidad efectiva de conducir, es sencillo concluir que queda un larguísimo trecho que transitar.

En Arabia Saudita, las mujeres son apenas un 15% de la población económicamente activa y hasta el día de hoy deben tener un guardián hombre (wali) que las autorice a contraer matrimonio y divorcio, abandonar el país, acceder a educación formal, conseguir un trabajo, abrir una cuenta bancaria y realizarse intervenciones quirúrgicas.

Observado el episodio desde nuestro Uruguay, dos reflexiones resultan insoslayables. Primero, aunque nuestra desigualdad de género es significativa en una variedad de dimensiones, estamos a años luz de ser un patriarcado o hetero-patriarcado como gustan vociferar nuestras más combativas militantes feministas.

Una cosa es ser víctima de una desigualdad de género institucionalizada, otra muy diferente sufrir los resabios de una cultura machista. En segundo lugar, llama la atención el poco espacio que suelen dedicar los movimientos feministas locales a las penurias atravesadas por las decenas de millones de mujeres que viven sometidas a regímenes similares al saudí.

Tras varios días de conocida la noticia, ninguna organización feminista local se ha expedido sobre un asunto que constituye un mojón insoslayable en la historia de la desigualdad de género.

Sin discutir la validez de enfocar las energías en las causas domésticas más urgentes, no estaría de más un pronunciamiento contundente donde quede en claro que a la hora de referirse al respeto de los derechos humanos más elementales, no hay auto-determinación de los pueblos ni relativismo cultural que valga.

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