Por María Delgado
La nueva raza, el nuevo mundo arrastra, orondo, las viejas vergüenzas, los viejos prejuicios. Las imágenes de tanques peruanos en la frontera ecuatoriana a la espera de los refugiados venezolanos es la prueba más patética y lamentable de ello.
Usted podría pensar, hasta con cierta lógica, que en el viejo continente, donde cada frontera supone otro idioma y otra cultura y otra raza y otro pueblo, pues sea hasta medio comprensible —aunque siempre inexcusable—que no se toleren ni digieran unos entre otros. ¿Pero quién podría pensar que en esta tierra, invadida, esclavizada y colonizada por igual; con una lengua común, una mezcla incesante y rica de razas e ideas, en un lugar en el que la historia es breve y tan similar, en la que el futuro es tan promisorio y tan colectivo, justo allí, nos veamos unos a otros como amenazas indeseables?
En un continente que nació bajo la promesa nunca cumplida de la unidad como mecanismo de sobrevivencia, se desecha y persigue a quienes procuran un futuro mejor en cualquiera de sus tierras.
Un mundo noble y generoso, repleto de montañas, ríos, selvas y costas, de verdes y turquesas, de cielos celestes y despejados, sus hijos, apenas dos siglos después de erigirse como naciones soberanas, aún nos sintamos ajenos y peligrosos unos para con los otros, aún no hayamos conquistado la idea de la integración, ni de la unidad, ni de la libertad para el bien común.
Tanques de guerra y medios prejuiciosos rodean a la ráfaga de venezolanos que huyen de las peores condiciones históricas que atraviesa su país en busca de oportunidades, algunos son hijos de viejos inmigrantes, algunos mestizos, algunos castizos, todos claro, pobres, y todos claro, desesperados.
Venezuela ha perdido en menos de una década 80% de su PIB, 75% de su producción petrolera, a más de cinco millones de sus ciudadanos que huyen a pie de semejante escenario, y lo más grave aún: pierde día a día la esperanza de una solución.
Un gobierno acorralado, una oposición dispersa y una comunidad internacional soberbia y terca se confabulan para ello.
El problema es de Venezuela, por supuesto. Pero la lección es para todo el continente. Porque ya antes pasó, en mayor o menor medida, que los vecinos debimos huir de gobiernos, de errores políticos, de tragedias económicas, y seguro habrá nuevas ocasiones, y las respuestas no deberían ser las ofrecidas hasta ahora.
El liderazgo regional, no solo tendrá que incluir en su agenda de gravámenes e intercambios, viejas fórmulas de solidaridad política que contribuyan no solo a aliviar la consecuencia (la deplorable y ciertamente inconveniente, desordenada y caótica migración de venezolanos por todo el continente), sino, y fundamentalmente, sus causas (el caos político de la República Bolivariana).
Han fracasado los organismos regionales (Unasur, Celac, Mercosur, Grupo de Lima, OEA, Grupo de Río y demás hierbas), han fracasado los gobiernos, los parlamentos, los pueblos.
Las sanciones y los ultimátum han sido derrotados, por ineficientes, extemporáneos y cursis.
El diálogo, el consenso y la solidaridad deberán hacerse cargo, so pena de que en el nuevo mundo, la nueva raza, repita y agrave los errores viejos y horribles de otros mundos y otras razas. Que el futuro nos sea común, tanto como el pasado. Que la historia nos premie por crear nuevas soluciones y no nos castigue por reeditar frustraciones.
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