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Obsesión de río

El zambullidor, de Luis Do Santos, abreva con buena nota en la venerable tradición fluvial que ha tenido la literatura a lo largo de los siglos
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22 de abril de 2018 a las 05:00
Dejando de lado la poesía, la literatura fluvial, sea narrativa o ensayística, ha tenido a lo largo de la historia una venerable tradición. Si nos concentramos en los últimos siglos, podemos leer hermosos libros sobre el Rin, del alemán Heinrich Heine, sobre el Danubio, del italiano Claudio Magris, o sobre el Támesis, del inglés Peter Ackroyd. El Sena ha aparecido de forma recurrente en la literatura francesa, desde Víctor Hugo a Georges Simenon, de Sartre a André Gide. Basta cruzar el océano y encontrar en la biblioteca fluvial el Mississippi de Mark Twain o el Hudson de Isaac Bashevis Singer.

En América, el río Magdalena es un personaje fundamental en El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez. Las corrientes del Perú andino aparecen en Los ríos profundos, de José María Arguedas, mientras el Paraná tiene su preeminencia en las obras de Horacio Quiroga y Juan José Saer.
Las novelas y crónicas de Carlos María Domínguez sobre el estuario más ancho del mundo también son parte de este conjunto, e incluso el río ficticio de la Santa María creada por Juan Carlos Onetti es una mezcla de Paraná y Río de la Plata.

Salvo excepciones (me vienen a la cabeza Enrique Amorim, Eliseo Salvador Porta y Alberto Bocage, o Delgado Aparaín en No robarás las botas de los muertos), el Uruguay ha sido relativamente poco abordado por los narradores nacionales. En este sentido, El zambullidor de Luis Do Santos, artiguense residente hace tiempo en Salto, viene a sumar un nombre de relevancia. Aunque nunca se diga el nombre del río, inevitablemente se trata del Uruguay.

Do Santos cose con prosa elaborada, tajante cuando corresponde y más lírica en algunos contados pasajes, las aventuras y desventuras del niño protagonista, su padre –que posee el funesto don de recuperar cadáveres ahogados en el río– y su familia, la presencia fantasmal de los antepasados, la energía descontrolada de una infancia casi feral. El mérito del autor está en saber contar muy bien la dificultad del relacionamiento de esa familia, dentro del contexto del río como obsesión, como constante motivo de desafío, tanto de miedo como de felicidad y escape. "Me interesa la incomunicación de los afectos que no se pueden hablar", declaró en febrero Do Santos, en una entrevista con radio Uruguay; "El silencio o, mejor, falta de palabras".

No hay usos de lo pintoresco como recursos simpáticos. La prosa es descarnada, la búsqueda de la historia va de las diabluras del niño a la violencia de un padre rústico y misterioso, a la distancia paciente de la madre, a la aparición de Martinidad, una especie de Indio Joe del río, conocedor de las islas, esas verrugas escondidas en medio de la correntada.

El nuevo panorama de la literatura uruguaya realista, del que Fin de Siglo participa con una camada interesante de autores "jóvenes" (entre 30 y 40 años), se ensambla además dentro del conjunto de obras de ambiente rural o pueblerino. También hay obras ambientadas en la periferia montevideana, como las de Martín Lasalt, y han surgido narrativas particulares en Treinta y Tres, con Gustavo Espinosa; en el río Negro, con Juan Estévez; en Minas, con Leonardo de León; en San José, con Pedro Peña; en Maldonado con Damián González Bertolino y aportes de este cronista.

La figura de Do Santos aparece como una voz importante desde el norte, recostada sobre el río bautismal, engañoso, erizado por el viento norte como el pelo de un gato enojado, peligroso, vientre y catacumba, según el viento, las corrientes, o el ánimo imprevisible de los personajes. Las voces literarias de extrarradio y más allá complementan un tapiz, por suerte, cada vez más complejo y enriquecen la lectura nacional en las dos primeras décadas del siglo.

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