Eduardo Espina

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Reagan, Trump, Daniel Martínez

Recurrir al optimismo como aliado retórico es una forma común de distraer la atención durante las campañas políticas
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14 de octubre de 2019 a las 05:00

Tal cual permite interpretarlo el comentario realizado días atas por el candidato presidencial Daniel Martínez, la situación económica del Uruguay actual daría para tirar manteca al techo e irse de vacaciones a Miami. Repartir en sobredosis optimismo a diestra y siniestra (sobre todo a la segunda), es una manida, y en ocasiones eficaz estrategia política utilizada por quienes quieren perpetuarse en el poder, o esperan al menos permanecer un periodo más gobernando, en lo que sería algo así como la reelección infinita. Una postura estratégica similar tiene en estos días Donald Trump. Reparte optimismo, uno de los espejismos políticos más peligrosos y contraproducentes creados por la mente humana en su afán de autocomplacencia.

Si bien visto de fuera pareciera que el mundo político de Trump se desmorona y un posible juicio político para removerlo del cargo podría estar a la vuelta de la esquina, su imagen se mantiene sólida entre quienes lo votaron en 2014 y han reiterado que volverán a hacerlo el próximo año. En el estado de Michigan, donde reside la industria automotriz estadounidense y que por décadas fue bastión demócrata, la clase trabajadora que votó por Trump afirma estar satisfecha con la labor realizada hasta la fecha por el presidente y solo espera verlo reelecto en 2020. Para ellos, el discurso triunfalista de Trump mantiene plena vigencia. Lo mismo para quienes asistieron en masa al acto realizado en Minneapolis, el jueves pasado, en lo que fue la primera parada de su campaña por la reelección.

Hecho de teflón –esa es la imagen que emite– Trump es un capo del autobombo y de la promoción infinita de sí mismo. No pasa semana que no repita a los cuatro vientos, “¿no están mejor conmigo de presidente?” De tanto insistir, ha logrado esparcir un aura de optimismo que parece hecha en China, por aquello de que en cualquier momento puede romperse (como los juguetes y los autos de esa procedencia). Sin embargo, su efectividad se mantiene intacta entre un grupo de la población.

Martínez, Trump, y unos cuantos más por el estilo en el mundo de la política actual (tal cual pude constatarlo en Azerbaiyán en viaje realizado la semana pasada) son discípulos directos del gran gurú del optimismo en la última parte del siglo XX: Ronald Reagan. Pocos líderes en la época moderna tuvieron el carisma del ex actor convertido en presidente, quien era capaz de venderle cubitos de hielo a los esquimales. Su receta ha sido imitada hasta el cansancio: sonreír, decir que el país está mejor que nunca (cualquier ciudadano estaría en condiciones económicas de vacacionar en Miami), y no ejercer jamás en público la autocrítica del gobierno que representan. Supongo que la historia ha de parecerles familiar.

Apenas Ronald Reagan llegaba a su oficina en la Casa Blanca abría los diarios y revistas del día. Lo primero que leía eran las cartas de los lectores. Le preocupaba más la opinión y los comentarios de la gente, que las críticas del periodismo, aunque con este mantuvo una relación casi siempre cordial, como pocos presidentes la han tenido. La afabilidad en el trato al periodismo fue uno de los puntos destacados de su presidencia.

Los estadounidenses –como algunos uruguayos, tal parece– aman a los optimistas y Reagan, que se auto consideraba el hombre más optimista del mundo, llegó a la presidencia en el momento adecuado, cuando Jimmy Carter había fracasado en varios flancos, sobre todo en el anímico. El ánimo nacional estaba por el piso, fomentado por la crisis de los rehenes en Irán, una inflación alta, desempleo y un sentido generalizado de incertidumbre. Reagan revirtió la situación. Parte de su mérito estuvo en que convenció a la gente de que tenía un plan y sabía cómo aplicarlo. Aunque no fue un presidente extremadamente popular en las encuestas, en las cuales nunca alcanzó una aprobación superior al 57%, su carisma mantuvo a flote la credibilidad de su proyecto.

Fuera de Estados Unidos se tiene una idea errónea de Reagan. Se cree que solo fue un histrión memorioso que repetía discursos escritos por otros. En verdad, si bien fue un actor (uno del montón) fue también un escritor político no exento de talento, alguien que no solo escribía sus discursos sino que corregía y editaba los discursos de los integrantes de su gabinete. Tal cual lo destacan varios libros, pero en especial Reagan: A Life in Letters y Dear Americans: Letters from the Desk of Ronald Reagan, dos volúmenes que recogen parte de su extensa correspondencia, Reagan fue un estilista que preparaba al detalle sus intervenciones, las cuales luego decía con una entonación especial para hacerle creer a la gente que las estaba improvisando.

Dedicaba varias horas diarias a leer y escribir discursos, varios de los cuales, como el que dijo en Berlín pidiéndole a Gorbachov que tirara abajo el muro, aun resultan antológicos. Reagan transformó al partido Republicano convirtiéndolo en algunos estados de la Unión Americana en el partido de los trabajadores. Con su lema, “menos gobierno, menos impuestos”, logró atraer el voto popular. El desempleo durante su gobierno alcanzó el nivel más alto en febrero de 1983 al llegar al 11,3%, pero cuando Reagan dejó la presidencia era de menos del 6%. Las dosis de optimismo que casi a diario regalaba en sus apariciones televisivas estaban vinculadas a la realidad de su momento.

Sin embargo, durante su mandato la deuda federal se cuadriplicó llegando a los cuatro trillones de dólares. Varios economistas lo consideran responsable del gran déficit que arrastra desde entonces Estados Unidos. Ocurrente, afable y gran negociador, Reagan siempre se consideró un elegido del destino, estando convencido de que algún día llegaría a la presidencia de su país, incluso en tiempos cuando su nombre estaba asociado al glamour y a la vida banal de Hollywood. En su época de estudiante solía imitar a Franklin D. Roosevelt, presidente demócrata a quien votó y apoyó, y a quien consideraba su principal faro junto con Lincoln.

Para entretener a sus compañeros, Reagan usaba una escoba como micrófono, memorizando discursos enteros de Roosevelt y repitiendo una de las más frases emblemáticas de este: “A lo único que debemos tenerle miedo es al miedo” Después de la muerte de su referente político, Reagan abandonó al partido Demócrata, aunque luego replicó el aura populista que Roosevelt usó para ganar cuatro elecciones nacionales. Junto con FDR y JFK, Reagan es recordado como uno de los tres mejores comunicadores políticos estadounidenses del siglo XX. Los tiempos mediáticos resultaron esenciales para definir su estilo y capacidad de persuasión, basada siempre en el optimismo como punto de inflexión y de visión del estado de las cosas.

Al ver a Trump perder la racionalidad con preocupante frecuencia, irritándose en cada encuentro que tiene con el periodismo, incapaz de salir con lucidez y elegancia de situaciones apremiantes (algo que se vio muy bien semanas atrás cuando dio una conferencia de prensa con el presidente de Finlandia a su lado), hasta los votantes demócratas extrañan de sobre manera los tiempos de Reagan, quien siempre tuvo claro que para ser presidente primero hay que parecerlo, y que para vender optimismo hay que tener elementos provenientes de la realidad que hagan a la retórica creíble. 

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