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Sensaciones de la memoria

Cada uno tiene una suerte de disco duro donde almacena mucha información, entre las que están los olores y los sonidos
Tiempo de lectura: -'
11 de junio de 2019 a las 05:02

Por Jaime Clara*

Los laberintos de la memoria son cosa seria. Cada uno tiene una suerte de disco duro donde almacena mucha información, ya sea en forma consciente o inconsciente.

Entre todos esos datos, se encuentran los olores y los sonidos. En su libro de memorias, el escritor argentino Juan José Sebreli*, escribe que “la memoria, extrañamente no registra el transcurso del tiempo y solo en y por el espacio se recuperan los recuerdos (…) El espacio es todo en la memoria. No recordamos nuestra infancia, día a día, circulando en el transcurso de un tiempo continuo, siguiendo el hilo de un relato histórico, sino sobre el fondo de una duración ilusoria y abstracta compuesta por una serie indiferente de instantes sin fecha, pero localizados en el espacio. Es decisivo, entonces, para la subjetividad, evocar las casas y los cuartos donde se ha estado, los espacios vividos, los espacios íntimos, los espacios amados, los espacios, tal vez, soñado, aun los espacios donde se ha sufrido ya que la distancia todo lo enternece.”

“Entra el viento, juega en los caireles
si dejan abierta la puerta cancel,
y se cuela en los cuartos, remueve,
olores secretos: colonia y laurel…”

Interiores
Rubén Olivera
Olores secretos

Esos espacios de infancia, de los que habla Sebreli, seguramente lo vinculemos a determinados olores. ¿No es una sensación extraña cuando, de adultos, por ejemplo, entramos a un salón de clase de una escuela? Es un olor que no se frecuenta en la vida adulta. O cuando regresamos al barrio en el que nacimos, o quizás en el lugar donde disfrutábamos de las vacaciones, seguramente haya alguna referencia aromática que nos retrotraiga a nuestra infancia o a la adolescencia.

Estas reflexiones surgieron tras leer un formidable artículo del pensador y químico Primo Levi**, en el que relata que un científico tiene capturados, en frasquitos, una serie de olores. “Se ha dado cuenta alguna vez, Morandi, de la fuerza con que ciertos olores nos evocan recuerdos?”, se pregunta uno de los protagonistas del cuento. Más adelante agrega que “no se trata de ningún descubrimiento científico; me he limitado a sacar partido de mi experiencia como farmacólogo y a reconstruir, con exactitud y en una forma apta para la conversación, un determinado número de sensaciones que para mí significan algo. A estas sensaciones las llamo ‘mnemagogos’, o sea, suscitadores de la memoria. (…) el mecanismo evocador del que venimos hablado exige que los estímulos, tras haber actuado repetidamente, vinculados a un ambiente o a un estado de ánimo dejen luego de surtir efecto durante un tiempo más bien prolongado. Por otra parte, todo el mundo sabe que los recuerdos, para ser sugestivos, tienen que tener el sabor de lo antiguo”.

Sonidos de la aldea

Algo parecido sucede con los sonidos. En un artículo periodístico, el escritor chileno Jorge Edwards*** dice que “en el inventario de los desastres ecológicos tenemos que incluir la desaparición, o la cuasidesaparición , de los pregones callejeros. La voz humana, con su entonación, su ritmo, su rima, su picardía, su invención permanente de lenguaje, ha sido reemplazada por automóviles, buses trepidantes….”.

Vivimos asediados de escapes libres y demasiados motores. Mucha ensordecedora moto. Mucho ruido, ruidoso y molesto. La ciudad en la que nací, San José de Mayo, es de las ciudades que tiene una marcada identidad sonora. Esa lista es encabezada con orgullo y señorío por las campanadas de la Catedral. Cada cuarto de hora aquella sonoridad recorría todos los rincones de la ciudad. Ni qué hablar cuando en alguna festividad religiosa, los domingos –a veces demasiado temprano- enloquecidas campanadas nos despertaban. Uno creció y se acostumbró a ellas. Hoy, para los que estamos lejos, se las extraña.

“Tiene un silbido amargo
como un cuchillo largo
corta la niebla”

 

El Afilador
Mercedes Rein – Jorge Lazaroff

También las ciudades fueron testigos del sonido agonizante de las armónicas los afiladores en bicicleta. ¿Existen todavía? Los niños que jugábamos en la calle lo mirábamos extrañados porque parecía que el sonido le salía de soplarse los dedos. El afilador, que siempre aparecía los sábados de mañana, se anunciaba con su agudo silbido. Hay menos silbidos, hay menos afiladores.

Hay una costumbre que se ve en las películas pero que nunca escuché, ni en San José ni en ningún otro lugar: la de los vendedores de diarios voceando los titulares de las primeras planas.

Hoy, que uno está lejos de ellos, siente cierta añoranza de esas creaciones urbanas. Quehaceres de una ciudad que siempre se lleva en el corazón y en la memoria de sensaciones únicas e intrasferibles.

* “El tiempo de una vida” de Juan José Sebreli. Sudamericana. Buenos Aires, 2005.
** “Historias naturales” de Primo Levi. Ed. El Aleph. Barcelona, 2006.
*** “El whisky de los poetas” de Jorge Edwards. Alfaguara bolsillo. Barcelona, 1997.

*Esta nota fue originalmente publicada en Blog Delicatessen.

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