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Ser ascensorista en Río de Janeiro, un oficio que agoniza

Hay unos cuatro mil ascensoristas en la ciudad brasileña; todos se aferran a un trabajo que ha sido superado por la tecnología y que tarde o temprano desaparecerá
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09 de diciembre de 2018 a las 05:00

Ernesto Londoño
2018 New York Times News Service

Los ascensoristas no se hacen ninguna ilusión: tienen los días contados. Sin embargo, unos cuantos miles de ascensoristas de Río de Janeiro que se han aferrado a sus trabajos entrado el siglo XXI guardan la esperanza de que las fuerzas de la automatización no arrasen por completo con su oficio, al menos no durante algunos años más.

Una mañana, mientras subía y bajaba pasajeros en el ascensor de un edificio de veintitrés pisos ubicado en el centro de Río de Janeiro, Roselia da Conceição, de 53 años, dijo desde lo alto de su asiento: “Nunca te aburres”.

“Como siempre estás hablando e interactuando con la gente, aprendes mucho y creas un tipo de intimidad”, explicó.

Aunque Río de Janeiro tal vez sea una ciudad mejor conocida por sus playas fantásticas y las favelas, la ciudad, que fue la capital de Brasil hasta 1960, sigue siendo uno de los centros empresariales más importantes del país, y el centro de la ciudad está poblado de rascacielos y sedes corporativas. En 1991, una ley estatal exigió que los edificios comerciales de cinco o más pisos contrataran a ascensoristas, que es la razón principal de que la ciudad aún tenga un pequeño ejército de unos cuatro mil operarios, comentó Sandro das Neves, uno de los líderes del sindicato de ascensoristas.

En todo tipo de edificios del centro, abordar un ascensor implica recibir, una y otra vez, el saludo de los ascensoristas, algunos de los cuales están uniformados inmaculadamente.

Se siente como viajar unos segundos al pasado, de un modo agradable, aunque también un tanto desconcertante.
El viaje entre pisos se vuelve una especie de encuentro breve, pero amigable, del tipo de charla trivial que solía ocurrir todo el tiempo en la fila del supermercado, en el banco y en el mostrador de la aerolínea antes de que la inteligencia artificial y las pantallas táctiles eliminaran de forma gradual esas interacciones humanas (y esos trabajos).

No obstante, el oficio de ascensorista, que alcanzó su auge en el ámbito mundial en la época de las operadoras de teléfonos y ha sobrevivido en Río en el amanecer de la era de los vehículos autónomos, finalmente podría estar en vías de extinción en esta ciudad.

A pesar de que la ley protege los empleos de los ascensoristas, muchos perdieron sus trabajos en años recientes porque los administradores de los edificios recortaron costos durante la recesión económica que golpeó a esta ciudad con una fuerza particular.

Luego llegó el que tal vez haya sido el impacto fatal. Este año, un tribunal derogó la ley de 1991, al fallar a favor de los abogados estatales que argumentaron que el requisito representaba cargas inadmisibles para los dueños de los edificios.

Desde entonces, según Das Neves, el sindicato que alguna vez peleó por mejores condiciones laborales ahora solo se dedica a sobrevivir.

“Nuestra lucha no es subir los salarios”, comentó Das Neves, que hizo notar que los ascensoristas ganan unos 290 dólares al mes. “Sino solo mantener a los ascensoristas dentro de los ascensores”.

Manuel Fernandes do Prado, quien a sus 77 años ya pasó hace mucho tiempo la edad de jubilación, está a cargo del ascensor de un edificio en la avenida Presidente Vargas, la calle principal que cruza el centro de Río de Janeiro. ¿Qué opina de su trabajo? “¡Lo adoro!”, dijo.

Fernandes, quien ha estado en el negocio durante más de cuarenta años, a veces trabaja un turno tras otro en diferentes edificios. Comentó que disfrutaba dar seguimiento a las vidas de los pasajeros habituales mientras envejecían.

Es fácil hacerlo cuando se ve a diario a la gente, mencionó Fernandes, a veces a horas predecibles. El hombre se percata de cuando entran alegres, cuando parecen molestos, cuando algo no está bien.

“La vida es buena cuando trabajas rodeado de gente”, opinó. Y le preguntó a un pasajero regular: “¿Alguna vez me has visto triste?”.

Da Conceição mencionó que el trabajo no era tan obsoleto como se podría pensar.

Muchos ascensores de la ciudad tienen varias décadas de antigüedad y se han reparado con partes hechas a la medida porque los modelos ya no están a la venta. Para que sigan funcionando, se necesita de alguien que sepa cómo manejar todas las manivelas, las peculiaridades y los ruidos extraños de las máquinas viejas y quisquillosas. Además, requieren de una mano firme cuando se descomponen, como suele pasarles.

“Cuando se descompone un ascensor, la única persona que no entra en pánico es el ascensorista”, mencionó Da Conceição.

Esta situación es la evidencia de un fenómeno que ha estudiado Jacob Carlos Lima, profesor de Sociología en la Universidad Federal de São Carlos en São Paulo, en varios sectores de la economía brasileña. Aunque los avances tecnológicos han eliminado algunos empleos en las fábricas, la infraestructura deficiente ha perdonado la vida de varios trabajos, según Lima.

“La infraestructura deficiente limitará la automatización en Brasil”, opinó Lima. “¿De qué sirve un vehículo autónomo si estamos atascados en lo alto de un paso elevado?”.

Da Conceição señaló que no cabía duda de que el trabajo tenía desventajas. Estar confinada horas en el pequeño cubo sin ventanas ha cobrado factura en su figura.

“Cuando empecé, era delgada”, dijo, riéndose. “Mírame ahora: estoy más vieja y voluminosa”.

Sin embargo, es una ocupación que le encantaría seguir haciendo al menos siete años más, cuando llegue a la edad para jubilarse. “La profesión se va a terminar”, comentó suspirando. “Y cuando tienes más de 50 años, no es tan fácil encontrar otro trabajo".

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