Sebastián Cabrera

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Biromes y servilletas > Biromes y servilletas/ Sebastián Cabrera

Solo en la Biblioteca Nacional

"Nos ganó internet", me contó hace unos días una funcionaria de la biblioteca. Cada vez menos gente saca libros
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30 de junio de 2016 a las 05:00

Los tradicionales cajoncitos de madera, repletos de tarjetas con datos de miles y miles de libros y revistas, siguen ahí en la entrada de la Biblioteca Nacional, como si el tiempo no hubiera pasado.

El método es el mismo de siempre. Para retirar un libro hay que llenar unos formularios de papel, exactamente los mismos que usé la última vez que vine, creo que hace más o menos 15 años. Aquella vez este era un lugar donde entraba y salía gente todo el tiempo. Ya no: estoy solo en el amplio salón, buscando entre las viejas tarjetas.

Es verdad que también podría utilizar una de las computadoras esparcidas en la sala. Una amable funcionaria me explica que están digitalizados los datos de todas las publicaciones nacionales, y las extranjeras posteriores a 2006.

Encuentro los dos libros que quiero pedir y paso a la sala de al lado. Segunda sorpresa del día: es otra sala vacía. Recuerdo mis épocas de estudiante, cuando hacía cola para retirar libros en este mismo lugar. Siempre tenía al menos nueve o diez personas adelante.

En 2013 un informe del periodista Andrés Roizen en el diario El País indicaba que el promedio diario de lectores comunes e investigadores que habían pasado por la Biblioteca había sido de apenas diez personas, según los registros de la institución. Hoy las cifras no parecen ser mucho más altas.

Son las cinco y poco de la tarde. Me acerco al mostrador y le entrego los formularios a otra funcionaria.

-Cambió este lugar, hace mucho que no venía. Antes había gente –le comento.

-¿Hace cuánto que no venías? –pregunta con interés.

-Por lo menos 15 años.

-Ah, 2008 o 2009.

-No, 15 años –le insisto-. Habrá sido allá por 2000 o 2001.

-Saqué mal la cuenta –aclara y se ríe-. Mucho tiempo. Esa época ya fue. Nos ganó internet. Antes hasta se sacaba número para retirar un libro.

Mientras conversamos pone las fichitas que le entregué en un pequeño ascensor, que sube al piso superior, donde buscarán mis libros.

Me da una tarjeta que tiene el número 31. Hablamos tranquilos. No hay una sola persona esperando para entregar o retirar nada. A esta altura me voy dando cuenta de algo obvio: la gente ya casi no viene a la Biblioteca Nacional.

-Antes no existía internet, las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) no habían arrancado. Ojo, hay días que viene más gente, pero otros días no viene nadie –admite esta funcionaria cincuentona y baja la voz, como si molestara a alguien al hablar fuerte.

Dice que los visitantes son más que nada investigadores y extranjeros. Lectores "comunes" hay muy pocos.

Hago un silencio pero parece que ella quiere seguir hablando. No debe venir mucha gente interesada en conocer cómo está la Biblioteca Nacional.

-En una época, hace no mucho, faltaban recursos humanos y había muchos problemas acá. Pero ahora está mejor la cosa, funciona bien la Biblioteca –dice.

-Pero igual la gente ya no viene –insisto-. ¿Será un tema de mala imagen que hoy tiene la Biblioteca?

-Puede ser. Pero, ya te digo, lo principal es que los tiempos cambiaron. No nos precisan tanto.

Me alejo un poco. Los pasillos vacíos y algo oscuros le dan al lugar un aire triste. ¿Qué se debería hacer para que la Biblioteca Nacional vuelva a ser un lugar con algo de bullicio, donde entren cientos de personas cada día? Difícil saberlo, quizás haya que mirar experiencias del exterior y ver qué hacen en el mundo para reinventar las bibliotecas públicas.

Una alternativa es generar espacios culturales: traer música en vivo (¿qué pasa con el auditorio Vaz Ferreira?), teatro y arte a un edificio emblemático como este. Es decir, intentar acercar a las nuevas generaciones.

Algo de eso pasó el día de los festejos de los 200 años de la Biblioteca, pero me refiero a hacerlo en forma habitual.

No muy lejos, acá enfrente en Buenos Aires, la radio y plataforma web Vorterix de Mario Pergolini lleva adelante un interesante ciclo de programas en la Biblioteca Nacional. Allí invitan a reconocidos músicos a hacer una suerte de viaje por el archivo de casi 70.000 discos de vinilo de esa institución. Ellos seleccionan los discos que más les gustan, los pasan en vivo en una bandeja y los van comentando, en lo que termina siendo una agradable charla en un anfiteatro en la propia biblioteca. La idea es simple pero efectiva. Vale la pena verlo: aquí la primera temporada.

(A propósito, es casi imperdonable que nuestra Biblioteca Nacional no tenga una audioteca. Como si un disco tuviera menor valor cultural que un libro).

-¿31? –pregunta la funcionaria y mira alrededor.

Soy el único que espera, pero igual le hago una seña.

-Sí, claro. Sos tú.

Se ríe. Nos reímos.

Me da los dos libros y entro a la enorme sala de lectura José Gervasio Artigas, esa de techos altos y luces tenues. Somos 11 personas.

La sala parece bien mantenida. Lo mismo puede decirse de la fachada de la Biblioteca, que ya no está llena de pegatinas ni afiches promocionando desde shows musicales hasta actos políticos, como sucedía hace no mucho tiempo.

En la última década hubo una importante inversión económica para mejorar cosas básicas que estaban en mal estado. Por ejemplo, esta misma sala, la Artigas, se inundó en 2007. Lo recuerdo bien porque cubrí el curioso hecho cuando trabajaba como cronista en el diario El País. Resulta que un día de mucha lluvia se taparon los caños de un baño y las aguas servidas inundaron todo.

Se imaginarán que la sala estuvo cerrada un buen tiempo. Tuvieron que sacar la moquete y desinfectar el lugar.

También hace unos años el anterior director Carlos Liscano reacondicionó una sala que está a la entrada del edificio, donde los estudiantes pueden juntarse a estudiar, llevar sus libros, tomar mate y comer lo que quieran, sin necesidad de mantener los cuidados de la tradicional sala Artigas. Resultó ser el lugar con más éxito a nivel de concurrencia de todo el edificio.

Vuelvo a la sala Artigas, una tarde de junio de 2016. El silencio sepulcral es interrumpido solo por dos chiquilinas que cuchichean. En algo más de media hora la puerta de la sala se abrió como mucho dos o tres veces. Salgo del lugar con un dejo de tristeza y pienso qué será de las bibliotecas públicas en, pongamos, una o dos décadas. ¿Sobrevivirán? ¿Las autoridades podrán adaptarse a los tiempos que corren?

Esta historia continuará.

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