De pueblos y tradiciones
Las mujeres zulúes solteras no se cubren el torso. En cambio, se adornan cuello, piernas y muñecas con las cuentas más coloridas que se pueden encontrar. Se arreglan el pelo y danzan al ritmo de los tambores. Las mujeres zulúes que están casadas sí se cubren sus pechos, usan unos ropajes que pesan más de 4 kilos y no pueden ser vistas por las demás personas de la aldea (ni del mundo) sin un sombrero que es chato en la parte de arriba, como si el matrimonio fuera una carga y una obligación. En clase de música, en la secundaria, siempre explican que nuestro candombe surge por música originaria de África. Y uno repite el verso como un loro sin entender de verdad de qué se trata, qué quiere decir realmente que nuestro propio estilo de música viene de África. Al menos así me sentí al escuchar el primer golpe de tambor. “Ah”, me dije, “eso lo conozco”. Y, al vivir durante tantos años cerquita del Barrio Sur, en febrero esos mismos golpes de tambor inundaban mis días.
Las muchachas solteras de la aldea se pararon a bailar. De atrás para adelante y moviendo los pies igual que mis vecinas. La vida tiene esas cosas maravillosas: te arroja en una villa indígena en medio de Sudáfrica, con casas construidas con tierra y paja, con una organización tan perfecta que el primer mundo podría aprender con el ejemplo, y, sin embargo, yo me sentía como en casa. Durban es la ciudad de Sudáfrica con mayor población indígena. La costa es hermosa, un océano Índico con aguas cálidas que a la tarde se llena de surfistas. Mercados callejeros que venden medicinas caseras con plantas locales. El centro puede que no sea tan atractivo, en cambio es un poco sucio y se ve viejo; es lo que nos demuestra que Sudáfrica es un país joven, que sigue aprendiendo de sus modales.
Las reservas son como zoológicos gigantes sin rejas
En la sombra de Montana de la Mesa
Ciudad del Cabo tiene uno de los mayores misterios geológicos del planeta. Una montaña chata. Y esta montaña reina sobre la ciudad. No solo es el ícono de este cabo sudafricano, sino que es una figura omnipresente que no nos deja en paz. Llegar a la ciudad, por donde sea que suceda, es un espectáculo para la vista gracias a esta montaña. Por supuesto, no es lo único que Ciudad del Cabo tiene para ofrecer. Ni siquiera la única montaña. También está la que se llama Cabeza de León (aunque a este león tampoco pude verlo), también están los Doce Apóstoles, entre otras. Y, si bajamos de la montaña al océano, el Atlántico nos regala agua congelada (especialmente si se compara con la calidez del Índico) que no asusta a los surfistas.
Tengo varios amigos sudafricanos que siempre me cuentan de un país que no coincide con lo que en América del Sur sabemos sobre el resto del continente africano
Porque esto es Africa
La verdad es que no sabía qué esperar de Ciudad del Cabo o de la Ciudad Madre, como la llaman los que viven allí. Tengo varios amigos sudafricanos que siempre me cuentan de un país que no coincide con lo que en América del Sur sabemos sobre el resto del continente africano. Seguramente suena a cliché, pero la verdad es que a veces hay que saber qué generalizar y qué no, e incluso en esas generalizaciones el mundo nos sorprende. A Sudáfrica lo había dejado afuera de las generalizaciones africanas (gracias a mis amigos y sus cuentos), por lo que no estaba nada preparada para Long Street.
Como su nombre lo dice, es una calle larga llena de bares, restaurantes y cafés, con poca iluminación más que la de esos boliches, un tránsito no del todo organizado y demasiadas personas afuera. El que no nos pedía dinero nos quería vender cocaína (y al decirles que no probaban con vendernos marihuana). Esa noche estábamos con un amigo que nos pasó a buscar en su auto y no tuvo más remedio que estacionar en Long Street, a un par de cuadras de donde teníamos que ir. No me daban las uñas para aferrarme a mi cartera mientras caminábamos por esta calle oscura y nos rehusábamos a comprar cualquier cosa que nos ofrecieran.
Barbacoa sudafricana e idiomas locales
A la noche siguiente, la idea de volver a Long Street no era nuestra favorita. Por suerte nos encontramos con otros amigos, Karlin y Edó, que, entre todas las ideas que tenían para nuestro fin de semana en Ciudad del Cabo, no estaba esa calle larga.
Nos llevaron de colina en colina para admirar el atardecer, o como el sol bajaba a un costado de la Montaña de la Mesa, también para ver las luces de la ciudad y luego, una vez que cayó la noche, nos comentaron el plan: íbamos a la casa de uno de sus primos para experimentar una verdadera barbacoa sudafricana.
Genial, ¿qué mejor para una uruguaya que una barbacoa en un país extranjero? Una parrilla al costado de la casa (igual que en la mía), los hombres al lado del fuego, las mujeres en la cocina (imagen que también conozco). La dueña de la casa nos dio la bienvenida, y como si fuéramos amigos de siempre, nos señaló cómo llegar al cuarto donde íbamos a pasar la noche y luego volvió a la cocina. Plena confianza. Un buen comienzo.
Antes de llegar a la casa habíamos comprado cerveza local. Castle (que es rubia) y Black Lebel (una negra). En la casa había tres matrimonios: los dueños y dos parejas amigas. Uno de esos amigos, que fue quien más curiosidad tenía por personas de otro continente, se pasó haciendo preguntas y comparando nuestras respuestas con su estilo de vida. Hasta que sacamos la Black Lebel. A las risas nos dijo: “Es la mejor cerveza de Sudáfrica” y luego continuó: “Mil mineros dicen que lo es y la mayoría siempre tiene la razón”. Sin comentarios. Tomé un trago de mi cerveza con la mirada en el piso. La persona que emitió el comentario era solo unos años mayor que yo. Cuando se terminó el apartheid, él no tendría más que 8 o 9 años. En su primera infancia fue criado para un mundo totalmente diferente al que vive ahora. No es mi intención (ni me corresponde) emitir un juicio sobre la moral de esta persona, sino dejar en claro que las reglas del juego cambiaron cuando él aún era un niño, pero que sus adultos, esas personas a las que se mira con respeto y admiración, ya tenían una idea formada de cómo era la vida, de lo que estaba bien y mal, y de pronto todo cambió. El mundo se les puso patas para arriba y hubo que seguir viviendo con lo que se podía, sin entender demasiado lo que sucedía.
Karlin, que me vio bajar la mirada ante el comentario acerca de los mineros, se sentó a mi lado y me explicó que en su país existe una clase de personas blancas, de granjeros, que viven en pueblos y son muy conservadores. Ellos son los que menos se adaptan a los cambios. Sudáfrica, como dije antes, es un país nuevo y aún tiene mucho que aprender de sí mismo.
A Sudáfrica lo había dejado afuera de las generalizaciones africanas (gracias a mis amigos y sus cuentos por lo que no estaba nada preparada para Long Street
De ironias
De vuelta a la barbacoa: como aperitivo las mujeres prepararon una especie de tarta con nachos, queso y algunas cebollas que metieron al horno y, antes de que estuvieran prontos, los hombres se comieron la mitad. A las tres de la mañana la carne estaba pronta. Salchichas, pollo, creo que también había vaca. Salsas caseras, ensaladas y más salchichas.
No sentamos a la mesa del comedor y antes de que pudiera agarrar el tenedor escuché un: “Ahora recemos”, que llegó de la misma persona que emitió el comentario de los mineros y, ante la insistencia de su esposa, él fue quien dio las gracias por la comida sobre la mesa.
A esa altura de la noche y sentada frente a personas con tantas caras diferentes a las que conozco, no presté atención más allá del “ahora recemos”. Karlin, a mi lado, bajó la cabeza y trató de esconder la risa: al menos yo no era la única totalmente fuera de lugar.