Opinión > COLUMNA/ VALENTÍN TRUJILLO

Treinta años de Tinelli

Es inevitable, incluso a regañadientes, que toda la adolescencia se levante desde el pasado
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05 de mayo de 2019 a las 05:00

Caen papelitos picados del cielo del estudio de televisión y suena por enésima vez, en un loop casi insoportable, Twist and shouts, cantado ahora seguramente por una sofisticada banda tributo a los cuatro de Liverpool. Marcelo Tinelli atraviesa la enorme compuerta negra que se parte en dos y aparece con ojos llorosos y barba rala, frac impoluto, zapatos de charol negro y paso firme, mientras la tribuna explota en gritos y alaridos.

Pasaron 30 años de aquel muchacho cabezón de cerquillo oscuro y boca rollingstónica comenzara a aparecer hacia la media noche en un programa que comentaba videos deportivos. Tres décadas que de forma inevitable, incluso contra nuestra propia voluntad, condicionaron nuestra vida, nuestro sentido del humor, la forma de hablar y de bromear, los diálogos, las emociones y los recuerdos para siempre. Contra nuestra voluntad, a regañadientes, con una mezcla de gigante risa y una pizca de rabia, debemos aceptar que Tinelli, a su manera y con su equipo, moldeó nuestra existencia, así como reformuló el humor en el Río de la Plata como antes lo había hecho Alberto Olmedo, el Gordo Porcel, Hiperhumor, Minguito o Polémica en el bar.

A fines de la década de 1980 yo era un niño que aún no había terminado la escuela. Sabía que existía algo llamado Video Match, que no entendía muy bien qué era. Para 1990 o 1991 recuerdo haber visto por primera vez Ritmo de la noche, un programa conducido por un flaco porteño y risueño, con un grupo de coristas con poca ropa denominado Las Tinelli’s que entonaban una canción que repetía “Domingo Cavallo/ haceme la cuenta...”

Tinelli y sus secuaces (Lanchita Bizzio, Felipe McGough, Bobby Goma, Osvaldo Husni, el Teto Medina y tantos otros) formaron parte de la despedida de mi niñez en el tránsito hacia mi adolescencia, que como la de tantos de mi generación se llenó luego de los chistes de Leo (el “oso”, el panadero, y un largo etcétera), las cámaras ocultas, los tangueros, los raporteros, el “Pepe rompé”, Deportes en el recuerdo y un sinfín de sketches formidables todo bajo la extraña música constante de las risas de la enana Feudale. 

Eran los gloriosos ‘90s y Ritmo de la noche se convirtió en El show de Video Match, por el que desfilaron bandas de música, desde Maná a Duran Duran, desde Marcel Marceau a Robbie Williams, y seguramente me olvido de muchos. Las charlas en el liceo se volvían casi monocordes. Estábamos idiotizados por la factoría Tinelli. ¿Cómo concebir de otra forma el humor que surgía de una fábrica que parecía infinita?

Pablo y Pachu, Carna, Sergio, el Lobizón del Oeste, José María, los chistes de Yayo, la larga galería de artistas uruguayos que se sumaron a la troupe.

Luego uno creció y abandonó el universo Tinelli. Te enterabas, por supuesto –como de cualquier religión masiva– de las alternativas que sucedían en torno a su figura, pero ya era el rito imberbe de quedar fascinado frente al televisor. El programa se transformó y se volvió un concurso de baile. El humor se alejó, los viejos carcamanes desaparecieron, los capocómicos de pronto fueron obsoletos: había que mostrar más piel, más controversia terraja, más rating a base de pasos de baile. El amor se apagó de mi parte. Apenas quedaba el recuerdo con los amigos, la risa interna y luego exterior que produce la nostalgia cuando se mezcla con el alcohol en las juntadas.

Es por eso que me sorprendí en plena emoción cuando vi las imágenes del inicio de la temporada 2019, hace unos pocos días. Todos los antiguos rostros, uno por uno, aparecieron de nuevo sobre el escenario y un Tinelli 30 años más viejo y con una operación en los párpados que le dejó la cara enrarecida entró a abrazo limpio con cada uno de ellos, como quien se aferrara a fantasmas. Retrocedí yo también tres décadas, y en cada arruga o cana de los actores que se abrazaban bajo la música falsa de Los Beatles reconocí el tiempo que se fue y al mismo tiempo se quedó, banal y efímero como un chiste pero lleno de sentimiento. 

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