Redacción de El Observador

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Tres momentos de adrenalina en Cuareim 2052

Cuando una bomba periodística está por explotar en las manos se produce una sensación que invade todo el cuerpo y la mente
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23 de octubre de 2021 a las 05:04

Son dos segundos. Tres o cuatro, siendo exagerados, pero no más. Esa es la primera fase, la de la parálisis. Cuando una bomba periodística está por explotar en tus manos, o cerca tuyo, se produce una sensación que invade todo tu cuerpo y tu mente.

En esos microsegundos posteriores a recibir la bomba sentís que el cuerpo se congela y que por la cabeza pasan decenas de preguntas que aún no podés contestar y solo logran agobiarte. Pero luego vienen otras fases, inversamente proporcionales a la anterior en tiempo e intensidad. Lejos de agobiarte, sacás energía cuando ya no parece posible hacer más nada. Lejos de congelarte, no podés parar. 

Es una sensación que los periodistas sentimos y vivimos, creo yo, en muy pocos casos de nuestra historia laboral. Son esos episodios en los cuales la magnitud de lo que tenés entre manos, en muchos casos incluso potencial y no real aún, te impide pensar en otra cosa. O hacer cualquier otra cosa.

Son de esos momentos que guardás para toda la vida y que, cuando por cualquier cosa dudás de tu convicción, apelás a ellos para respirar periodismo.
Una escena que refleja esa sensación es la del episodio 4 de la temporada 1 de The Newsroom, cuando balean a la congresista estadounidense Gabrielle Giffords. La tensión inicial, los nervios, la vorágine posterior de empezar a trabajar para confirmar la información y para llevarla a la audiencia. El debate periodístico, las presiones. Esos momentos, que son pocos en la vida de un periodista, están reflejados allí, a mi gusto, como en ningún otro producto audiovisual.

A lo largo de estas páginas, decenas de periodistas y editores que transpiraron periodismo en El Observador relatan sus propios episodios adrenalínicos. Por ejemplo, Pedro Silva cuenta cómo fue la larga noche en la que una noticia lo levantó de la cama en la madrugada y terminó –junto con Alfonso Lessa– al amanecer repartiendo diarios entre los programas matutinos de la radio. O Fabián Tiscornia hace un relato apasionante de la tarde en la que Gabriel Pereyra logró chequear y publicar en la web, cuando las noticias se guardaban para el día siguiente, la renuncia –luego abortada– del flamante primer ministro de Economía de un gobierno frenteamplista en 2005. 

En 15 años de trabajo en El Observador, viví de cerca algunas de esas experiencias que me paralizaron por unos segundos y luego me dejaron sin aliento. Recuerdo como si fuera hoy cuando, en medio de una reunión con el director y la gerenta general en el piso de arriba del edificio de Cuareim y Guatemala, en febrero de 2016, recibo un mensaje de Patricia Madrid: “Hablé con él y me lo confirmó. Bajá que te cuento”. O del día de octubre de 2012 en el que estaba almorzando, un tanto ansioso ya, y me llama Martín Viggiano nuevamente para actualizarme: “Se acaban de ir y también estaba el caballero de la derecha. Tenemos foto”.

El mensaje de Patricia fue como un rayo que me electrocutó. Desde hacía semanas ella venía trabajando sobre la hipótesis de que el título de licenciado que ostentaba el vicepresidente Raúl Sendic no existía. Tenía cada día más elementos para afirmarlo. Pero le faltaba la llamada clave. La pensamos, evaluamos por qué vía contactarlo, qué decirle, qué preguntarle. Y la llamada fue contundente, tal como los lectores pudieron escucharla luego.

Caso Sendic

En el caso de Martín los niveles de adrenalina ya venían altos. No solo porque lo que estaba pasando con Pluna en esos días del 2012 era muy fuerte, sino también porque la cobertura que estaba haciendo El Observador era muy buena, incomodando con preguntas y publicando cosas que ni el gobierno ni los privados querían que salieran. Pero lo que vendría ese día de octubre fue la frutilla de la torta. El rayo paralizante me lo había dado unos minutos antes, cuando me llamó para contarme que una fuente (en esta edición Leonardo Pereyra cuenta en una nota ese proceso) lo llamó para decirle que el entonces ministro de Economía, Fernando Lorenzo, estaba almorzando con el empresario Juan Carlos López Mena. Pero la llamada fue como otro golpe de electro shock: no solo estaban ellos, sino también Hernán Calvo, el “caballero de la derecha” de una historia ya conocida y por la que luego Lorenzo y el presidente del BROU, Fernando Calloia, terminaron condenados por la Justicia.

La primera vez que me invadió esa sensación de sobredosis adrenalínica fue en el verano del 2007. El viernes 9 de febrero para ser exacto. Ese día, recuerdo que había entrado muy temprano al diario porque tenía a mi cargo, por primera vez, el informe central de tapa de la edición de sábado, recientemente rediseñada. Y además, aún era estudiante en facultad y a los pocos días tenía una entrega importante para el trabajo final de grado. 

Era el más júnior de la sección Uruguay, donde se cubrían los temas de política nacional. En mi caso seguía los temas municipales. Cuando estaba prácticamente terminando mi informe, sobre la en ese entonces interminable guerra de las patentes, a Pablo Tosquellas, el periodista que cubría Frente Amplio, le tiran un dato potencialmente bomba: el intendente de Montevideo, Ricardo Ehrlich, que llevaba poco más de un año en el cargo, denunciaría penalmente a la anterior administración.

Con Pablo nos pusimos a hacer decenas de llamadas hasta que en un momento di con el secretario general de la IMM, que me confirmó la existencia de una investigación administrativa que estaba en su fase final. Y no solo no me pidió que no lo nombrara, sino que además declaraba que el tema podía terminar en la Justicia. Así nació el caso Bengoa. 

Esos shocks de adrenalina marcan para toda la vida. 

*Este artículo forma parte de la edición especial 30 años de El Observador.

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