Ines Guimaraens

Un nuevo tiempo en Chile

Todo sucede en Chile en un ambiente de fiesta, una efervescencia fundacional que, al menos en nuestro tiempo, no se ha visto en ningún otro país sudamericano

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09 de julio de 2021 a las 05:01

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El miércoles, mientras el horizonte de la cordillera dejaba asomar un sol inusualmente intenso para estas fechas en Santiago, la flamante Convención Constituyente de Chile iniciaba por fin su andadura en la redacción de una nueva constitución. 

Esperemos que se cumpla el refrán chileno que dice “a mal principio, buen fin” –ya que la sesión inaugural se debió retrasar dos días por problemas técnicos en medio de un gran desorden– y que este no haya sido un mal presagio.

Como sea, y por lo que se puede ver desde el domingo, todo sucede en Chile en un ambiente de fiesta prometeica, una efervescencia fundacional que, al menos en nuestro tiempo, no se ha visto en ningún otro país sudamericano. 

Y es que las democracias consolidadas no suelen cambiar de cuajo su carta fundamental convocando a una constituyente, sino que la van reformando. En Uruguay la última vez que se eligió a una asamblea constituyente fue en 1917, que elaboró la Constitución de ese año. Los siguientes textos constitucionales han sido en rigor reformas, incluso la del 67, aunque haya sido luego plebiscitada.

En realidad esto de las constituyentes siempre ha estado más bien asociado al comienzo de procesos revolucionarios, durante el siglo XX, por lo general, de orientación marxista –estaba en su ADN, por la famosa Asamblea Constituyente Rusa instalada después de la Revolución de octubre–; y ya en este siglo en América Latina, vinculado a los procesos “bolivarianos” del Socialismo del siglo XXI, a partir de la Constituyente del 99 en Venezuela; a la que siguieron las de Bolivia (2006) y Ecuador (2008). Desde entonces la idea ha tenido una suerte de ‘revival’ entre los sectores de la izquierda más dura del continente. Acá en el MPP se lo escuché decir a más de uno.

El caso de Chile es un tanto diferente. Para empezar la Constitución vigente allí es la que en 1980 promulgó Augusto Pinochet en plena dictadura. Y aunque desde entonces ha sido reformada una treintena de veces –incluso desde 2005, tras una reforma de cirugía mayor, ya no tiene la firma de Pinochet al calce, sino la del socialista Ricardo Lagos–, para muchos chilenos sigue siendo “la Constitución de Pinochet”.

De modo que es una manera simbólica de enterrar la dictadura. Pero aun más importante, para la mayoría de los constituyentes, y por supuesto para quienes los votaron, es también una manera de poner fin al modelo económico iniciado por Pinochet, que luego fue continuado por 30 años de gobiernos de la Concertación. Eso que muchos llaman “neoliberalismo”, y que en Chile dejaron de herencia los Chicago boys que había traído Pinochet y luego nadie se atrevió tocar porque los indicadores económicos no paraban de subir y Chile no paraba de crecer.

Pero hete aquí que ese crecimiento y los logros indiscutibles que Chile ha tenido en las últimas décadas no llegaban a algunos sectores de la población. Y todo fue redundando en un agotamiento del modelo que terminó saltando por los aires con el estallido social de 2019. Lo que en definitiva crea las condiciones para la Convención Constituyente que se acaba de instalar.

De modo que es el triunfo de los anti-neoliberales, les podríamos llamar; y a su vez, la derrota del establishment chileno. De hecho la mayor bancada en la Convención la ocupan los constituyentes independientes (45 escaños). Y los partidos tradicionales, todos juntos, es decir, la ex Concertación y la derecha de la UDI, ni siquiera se acercan a los dos tercios que se necesitan para aprobar un artículo constitucional.

Podría decirse entonces que sí se trata de una revolución, toda vez que una revolución entraña, por definición, un cambio radical que termina con el statu quo ante e inicia uno nuevo. Y es también una revolución de izquierda porque la enorme mayoría de los constituyentes -independientes o no- son de izquierda.

Lo que nos lleva a una tercera reflexión no menos importante: cuidado con eso de que todo lo que se ha hecho en los últimos treinta años está rematadamente mal y, en consecuencia, hay que cambiarlo todo, como le he escuchado decir a varios de los constituyentes chilenos estos días. 

De las últimas décadas del Chile democrático, es mucho más lo que hay que rescatar que lo que hay que desterrar. Se trata apenas de ampliar la base, garantizar la inclusión de las minorías y procurar que los beneficios económicos lleguen a los sectores que no están llegando. Ojo con la pretensión de hacer borrón y cuenta nueva con todo; ojo con las refundaciones a troche y moche; ojo con eso de “nos aseguraremos de que nunca más un neoliberal llegue al poder”; ojo con los Robespierre, que cuando se desatan las pasiones jacobinas, la revolución, como Saturno, se termina comiendo hasta a sus hijos.

Por último, como experimento, será muy interesante. Hay sin duda aspectos novedosos en esta Convención chilena que despiertan expectativas auspiciosas: como la paridad en el número de hombres y mujeres constituyentes (78 y 77), los 17 asientos reservados a los pueblos originarios, el hecho de que la propia presidenta de la asamblea sea una mujer mapuche, y el reducido número de escaños que controlan las élites.

Pero al final del día, lo que importa es que esta Constitución chilena garantice lo que toda Constitución deber garantizar más allá de simbolismos y hechos circunstanciales: la separación de poderes, todos los derechos civiles y políticos, el contralor constitucional, la independencia de las instituciones de Justica y la autonomía de instituciones técnicas como el Banco Central.

En suma, lo fundamental. Todo lo demás, en realidad, se puede arreglar con legislación y políticas de gobierno.

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