Cada vez que se percibe la posibilidad de que las elecciones determinen la derrota de la alianza gobernante aparece la colección de imposibles tendientes a demostrar que el fatal rumbo que lleva el país es inexorable e inmodificable. Como esa práctica se repite con mayor frecuencia, la columna no puede evitar repetir también sus argumentos en desacuerdo, como una desdentada, calva y encorvada Casandra predicando inútilmente verdades que no se quieren escuchar.
El primer argumento repetitivo es que el gasto público es inamovible y no se puede bajar, por razones constitucionales y presupuestarias. Eso lleva al simplismo de afirmar que, en consecuencia, la única forma de bajar el déficit es aumentando impuestos, que supuestamente sí está permitido alegremente por la Constitución y las leyes presupuestarias. O sea, es imposible salir del criterio socialista que empapa la economía. En esa línea, no tendría sentido votar a favor de ningún proyecto distinto porque nada se puede cambiar.
Además de ir en contra de elementales criterios democráticos, ninguna de las dos afirmaciones es cierta. Ni un aumento de impuestos es la única salida –más bien sería un agravante– ni es real que todo el gasto es intocable y sagrado. Piense en Ancap. Mucho menos el gasto futuro. Igual consideración cabe para la afirmación de que el presupuesto del primer año se aprobará antes de la asunción del futuro gobierno y no será modificable, (falaz). Lo que supone asimismo que el actual gobierno aprobará un presupuesto deliberadamente irresponsable para dejarlo como una bomba de tiempo a la nueva administración.
Con estas piruetas verbales se trata de impedir que un nuevo gobierno o coalición cambie los criterios de asignación de recursos de la sociedad, una actitud desesperada, autoritaria y nada democrática. Al mismo tiempo, cabe recordar que, cuando estos excesos presupuestarios se vuelven crisis, éstas suelen pulverizar todos los derechos y conquistas, sin reparar demasiado en lo que dice la letra de las leyes, en especial las populistas, ultrasensibles y generosas.
En un enfoque legalista de este aspecto, se agrega el argumento más civilizado de que no existirá una mayoría parlamentaria que permita cualquier cambio, y aunque el presidente electo quisiera hacer este tipo de ahorros, sería fulminado en el Senado o la Asamblea. Un acto de adivinación múltiple, que descarta la idea de la negociación política y marionetiza la figura presidencial, algo que aman las izquierdas cuando pierden las presidenciales.
En el mejor de los casos, se patea para 2021 cualquier intento de ajuste, cuando se superaría mágicamente la etapa de pérdida de empleo privado, ralentización de la actividad y falta de inversión. Lo que justamente no ocurrirá con aumento de impuestos y sin bajar gastos.
El sindicalismo, por su parte, ya se ha declarado en pie de guerra contra cualquier cambio que haga un nuevo gobierno elegido democráticamente, usando las prerrogativas del doble estándar que le permite hacer huelgas, tomas y paros contra el estado en su papel dual de empleador odiado y redistribuidor amado de riqueza. El caso de Adeom es un patético anticipo de ese proceder antidemocrático que prohíbe al estado ejercer su derecho legítimo a privatizar un servicio lamentable.
Este cuerpo argumental es idéntico al que compró Macri al comienzo de su mandato. Ante la imposibilidad (retórica) de hacer un ajuste, ante la dificultad de alcanzar mayorías legislativas, frente al miedo de que las masas enojadas le incendiaran el país, o de que los sindicatos le pararan la actividad, el entonces presidente electo se decidió por el gradualismo, o sea, por postergar cualquier cambio, como se vio. Contó con el apoyo y el consejo del empresariado más encumbrado (y proteccionista, prebendario y licitador) y de una plétora de economistas munidos de ecuaciones y proyecciones que le explicaron que podía apostar a crecer para tapar el déficit con ese crecimiento y recurrir a impuestos o deuda para solventarse en el ínterin. El resultado está a la vista: no sólo un fracaso económico sino tener que devolver el poder a los irreflexivos que torpedearon el futuro argentino. Los prestigiosos economistas que agitaban sus análisis, ecuaciones y cálculos en pro del gradualismo nadista, han desaparecido o hacen fila ante Alberto Fernández.
Se repite aquí exactamente la misma idea. Con el argumento de la imposibilidad del cambio, ante el descontado reclamo por la pérdida de las seudoconquistas y los derechos adquiridos, ante el hecho de que casi todo el gasto es social (amplia definición sin análisis profundo alguno) para que no incendien el país, sigamos haciendo lo mismo que antes. Gradualismo. Ese concepto es en sí mismo un sabotaje a cualquier nuevo gobierno que quiera poner orden en las cuentas que están al borde de ser impagables. Además de un ataque por elevación a la democracia, que sólo parece ser sagrada cuando los vientos de los votos favorecen al socialismo del Frente.
La solución viable es un plan sólido e integral de revisión integral del gasto, con metas previstas y rendición periódica de cuentas, que no se base en continuar la expoliación impositiva de acuerdo con los requerimientos de supuesta solidaridad de cualquier político sino en un estudio profundo y minucioso de lo que se está erogando, que sigue siendo un misterio insondable, salvo para quienes se han tomado el trabajo de estudiarlo en serio, no de propagandear silencio.
Si se quisiera hablar de crecimiento, la columna está lista para proponer y debatir ideas en serio. Pero no habrá crecimiento ni inversión sobre el papel tapiz de más impuestos, gastos seudoinamovibles y sabotajes o chantajes a cualquier futuro gobierno que intente administrar con eficacia y probidad.
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