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Una explicación de por qué aumentó el delito en Uruguay

Desde 2004 hasta hace poco tiempo el país vivió una etapa de desarrollo sin igual, que provocó un incremento en la demanda de bienes tanto legales como ilegales
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03 de marzo de 2019 a las 05:00

Hace pocos meses, el Centro de Estudios para el Desarrollo (CED) realizó un estudio para responder una incógnita que se hacen muchos uruguayos: ¿Por qué aumentó el delito en los últimos años si los indicadores sociales monetarios mejoraron? La pregunta es interesante, porque desafía el sentido común. El informe del CED sugiere que una posible explicación puede estar en otros indicadores sociales que no suelen medirse, porque si bien la pobreza y la desigualdad se redujeron, la brecha sociocultural continuó ampliándose, sobre todo en los tipos de empleo y en los niveles educativos por barrios. Aquí voy a plantear una hipótesis adicional que complemente estos hallazgos. Esta vez, desde las teorías criminológicas de elección racional y con la ayuda del criminólogo Marcelo Bergman y su libro “More Money, More Crime” (2018).

Desde 2004 y hasta hace pocos años, los uruguayos vivimos una era de desarrollo económico sin precedentes. La pobreza y la desigualdad se redujeron. El PIB se cuadruplicó y los niveles de desempleo e informalidad laboral disminuyeron a mínimos (Gráfico 1). Y, sin embargo, el delito y la criminalidad aumentaron en todo el país y alcanzaron cifras récord. Los homicidios se duplicaron con relación a las cifras de 1990, pero son solo la punta del iceberg. En realidad, lo que más ha aumentado ha sido el delito contra la propiedad. Es decir, los hurtos, las rapiñas, las estafas y los robos de autos e inmuebles, entre otros. No tenemos datos precisos, pero las denuncias por rapiñas aumentaron un 760 por ciento entre 1990 y 2017. Y si contamos 2018, es probable que el aumento sea de más de 1200 por ciento (Gráfico 2). La pregunta del millón entonces es por qué aumentó el delito. Pero, sobre todo, por qué aumentó el delito contra la propiedad.

Fuente: elaboración propia a partir de datos del instituto nacional de estadística y del ministerio del interior. *No hay cifras disponibles para algunos años. Las cifras de 2018 son estimadas.

Bueno, resulta que la prosperidad no vino sola. Aumentó nuestro poder adquisitivo y con ello el consumo. Y, en consecuencia, también la demanda de bienes. Pero no solo los legales. La demanda de bienes robados (celulares, electrodomésticos y partes de autos) y drogas ilegales también aumentó. De esta forma, se genera una demanda de insumos, bienes y servicios ilícitos que es suplida por quienes quieren y pueden hacerlo. Para muchos uruguayos, supone la posibilidad de generar ingresos de manera fácil y rápida. Sin dudas, más eficiente que la que conlleva años de estudio y trabajo. Para quien desea delinquir, el cálculo suele ser correcto a corto y mediano plazo, pero la información con la que deciden siempre es limitada. A largo plazo – y sobre todo cuando el número de delincuentes es reducido –, aumentan notoriamente las probabilidades de ser atrapado y enviado a prisión, lo que precipita una espiral descendente de violencia, pobreza y marginalidad. No obstante, la economía ilegal crece, los mercados ilegales se desarrollan y los incentivos para quienes quieren participar de ellos aumentan. Mercados que además se expanden con violencia (asesinando a quienes se resisten a un asalto) y en los cuales los conflictos no se resuelven en los juzgados (los ajustes de cuenta).

Por otro lado, los criminales son aquellos que llegan a esta conclusión y que a su vez creen que pueden escapar con el botín. Muchos delincuentes potenciales, por el contrario, temen ser capturados y sufrir las sanciones penales. Es decir, la cárcel y sus consecuencias. Para muchos, esa disuasión es suficiente para no entrar en el negocio y comenzar una carrera delictiva, aunque solo sea temporal o se compagine con un trabajo lícito. El problema es que dicha disuasión depende en gran medida de cómo los potenciales delincuentes perciben la efectividad de la policía y del sistema de justicia criminal. Si creen que son efectivos y que hay posibilidades razonables de que los capturen y sancionen, probablemente prefieran no correr riesgos. Por el contrario, si ven que otros en su entorno delinquen y salen indemnes, se da un efecto contagio a través de un proceso de imitación racional: “si ellos pueden, ¿por qué yo no podría?”.

Tras el regreso a la democracia, Uruguay no tenía un sistema de justicia criminal dinámico y eficiente. Capturaba y encarcelaba a suficientes criminales como para que otros muchos potenciales delincuentes temieran seguir el mismo camino, pero la contención era frágil. La efectividad policial depende en gran medida del número de personas delinquiendo y del número de delitos que se cometan. Cuántos más sean, mayor será el esfuerzo necesario para contenerlos y menor será la efectividad real y percibida. Por eso, el aumento del consumo de bienes, insumos y servicios ilegales en la década de 1990 conllevó una mayor demanda y propició el aumento del delito. Eventualmente, las capacidades de contención se desbordaron. A partir de ahí, hubo gobiernos preocupados por la economía y otros con visiones equivocadas sobre las causas del delito. Hubo una respuesta contundente pero tardía, que no surtió efecto hasta 2015.

La nueva contención se instala, pero es frágil y en 2017 el nuevo Código del Proceso Penal la derrumba. Su apuesta decidida por penas alternativas – en muchos casos, no más de una visita semanal a la comisaría – actuó como un shock exógeno a la delincuencia, aumentando la impunidad de los infractores y diluyendo el poder de disuasión de la justicia. El efecto contagio es inmediato. El delito aumenta, porque se suman nuevos delincuentes a un ritmo que la policía no puede contener. Se activa de nuevo un círculo vicioso que parecía controlado: la mayor delincuencia reduce la efectividad de la justicia y también su poder disuasorio, lo que a su vez lleva a más personas a sumarse al crimen. El aumento del delito es exponencial y las fuerzas de seguridad intentan mantener el ritmo desesperadamente, mientras la brecha entre unos y otros se acrecienta.

Si la tesis de Marcelo Bergman es correcta y aplica al caso uruguayo, entonces la prosperidad y el consumo aumentaron inadvertidamente los mercados ilegales, mientras que las deficiencias del sistema de justicia criminal impidieron el accionar delictivo de quienes buscaban suplir la demanda. Ello no significa que los factores tradicionales de riesgo no fuesen relevantes también. Como sugieren desde el CED, las mejoras económicas no evitaron que la brecha sociocultural se expandiese. Pero ni la pobreza, ni la desigualdad ni el desempleo puedan explicar lo sucedido.

Las implicaciones son graves. Uruguay parece encontrarse en una fase de transición, de una sociedad con niveles de criminalidad bajos hacia una con niveles de criminalidad medios o medio-altos. Esta transición no tiene que continuar necesariamente, pero las posibilidades de revertirla se reducen cada día. Si la teoría es correcta, las políticas sociales y económicas seguirán siendo mayormente ineficaces para contrarrestarla. En cambio, en un contexto de criminalidad al alza y que aumenta de forma exponencial, la policía y la justicia deberían volver a ser capaces de persuadir de forma convincente a delincuentes y potenciales delincuentes de que es probable que sean aprehendidos y sancionados. Se tendrían que combatir eficazmente los mercados ilegales y el crimen organizado que los promueve. Se precisarían más agentes, más herramientas y más sanciones efectivas. También hacer más atractivos los caminos de vida alternativos. Es decir, reformar la educación pública, implementar programas de prevención para niños y jóvenes en riesgo, fomentar el empleo y construir un sistema penal capaz de rehabilitar a sus usuarios. Generalizar respuestas multidimensionales a una problemática compleja que no admite atajos, pero tampoco que se le reste importancia.

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