Una máquina expendedora de vinos

Situación: noche en Brujas, Bélgica. Claro, en el paraíso de la cerveza es difícil pensar en tomar vino. Pero la porfía y el capricho tecnológico pudieron más. Me explico.

Luego de una cena temprana para los estándares del Río de la Plata, la ingesta de cerveza funcionó como buena forma de postre y como contacto directo con las bondades del verde país belga.

Pero la ciudad de Brujas queda desierta por las noches. El contingente de turistas que la llena durante el día huye a otros circuitos, porque en general va por el día y se vuelve o a Gante o directamente a Bruselas (a una hora de tren). Entonces esta pequeña Ámsterdam romántica y medieval queda vacía y los pocos turistas que están en la ciudad escuchan cómo sus pasos retumban en los muros de las casas e iglesias.

¿Entonces? Vuelta al hotel, con una ventana sobre un exquisito canal flamenco. Y resulta que en el hotel había un artefacto nuevo y original para nosotros: una máquina expendedora de vinos. Tenía además bebidas cola y cervezas, pero fueron las pequeñas botellitas de 250 mililitros las que llamaron mi atención. A un precio de menos de 2 euros, probé tres de las variedades que ofrecía el robot (que con su brazo cyborg eligió la botella, la colocó dentro de una taza giratoria y llegó a mis manos).

Eran vinos de una línea estadounidense que presentaba botellas por cepa y por país (aunque claro, en vino para los norteamericanos California funge como un país). El californiano era un cabernet sauvignon, el chileno era un malbec y había un blanco francés. Más allá de la calidad de los vinos, despareja y sin mucha altura, la posibilidad de una máquina en esa situación salvó la noche en Brujas.