5 de julio 2025
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5 de julio 2025 - 5:00hs

Soy afortunado: he visto el universo. Desde la Tierra, por supuesto. Pero lo he visto. He podido alejarme de las luces, de la polución, pude alejarme del sonido del ómnibus de Cutcsa, del martillo hidráulico abriendo las veredas y el tránsito lobotomizador. Pude levantar la cabeza en la noche de Rocha, de una montaña argentina o en la sierra oaxaqueña, en un campo de Pando con amigos o en la madrugada rural cantábrica al lado de mi novia, y en todas esas ocasiones pensé lo mismo, pensé eso: que soy afortunado y que, al menos, pude ver las estrellas, verlas en todo su esplendor. Siempre me importaron esos instantes. Y siempre fueron experiencias nimias, pero me las guardé y siguen conmigo.

Como el 94,7% de los niños, alguna vez quise ser astronauta. Tengo muchas imágenes que se relacionan con ese sueño, una de ellas es esta: un colchón, en verano, tirado en el pasto de la casa de mis abuelos, contando puntos blancos que eran satélites, pensando en lo que haría falta para flotar ahí arriba. La realidad me licuó rápido ese deseo, o lo bajó a tierra, pero no la ilusión que me genera la idea que se esconde detrás del universo.

Básicamente: que nuestra existencia es una pequeña nota al pie de la historia universal. O que, allá afuera, la mayoría de las preguntas no tienen respuestas. Es un pensamiento inquietante y magnético.

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En fin, que las ganas de leer sobre agujeros negros, horizonte de sucesos, transbordadores, supernovas, órbitas y la carrera espacial se mantuvieron. Siguen allí.

Pensar el universo me atraviesa y me despierta una avalancha de sensaciones contradictorias. En gran parte, mi incapacidad para creer en deidades antropomórficas me obliga a pensar en la ciencia como certeza, en lo impensable de la física y la mecánica cuántica, y todo eso es una caja de Pandora a punto de explotar cuando, en realidad, sos un queso en el tema, como lo soy yo. A veces me pacifica y otras dispara la ansiedad. A veces me sacude con preguntas y a veces con miedos. Me deja al borde de la desesperación y me llena de sentido. Me gusta leer sobre el espacio, me gusta tratar de entenderlo, de asimilar de alguna forma las teorías que lo rigen, pensar en esa inmensidad que nos dinamita el ego.

¿Alguna vez sentiste eso? ¿El peso de lo infinito?

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Por esto esperaba con ansias Orbital, una novela de la inglesa Samantha Harvey. Ella, antes, escribió un libro que hace tiempo quiero leer y todavía no he podido, pero que me convoca: Un malestar indefinido, un retrato ensayístico de su insomnio. Pero esto es sobre Orbital, así que vuelvo.

Esta novela ganó la última edición del premio Booker, uno de los más importantes del mundo de las letras. Se tradujo al español con velocidad y llegó a librerías con opiniones favorables. Algunas decepciones recientes me han hecho desconfiar de ciertas tendencias que estoy viendo en los premios anglosajones, pero en este caso mi entusiasmo no cedía. Había algo en Orbital que indicaba lo contrario. Y me absorbió. Por completo.

Las señales de que esto sería así fueron muchas. Cuando lo tuve en mis manos, por ejemplo, abrí una página al azar y leí. Me encontré con este fragmento, ahora subrayado, marcado, guardado:

«La Tierra, vista desde aquí, es como el cielo. Un paraíso, la Tierra, que fluye iridiscente. Un estallido de colores de esperanza. Cuando estamos en ese planeta, levantamos la vista y pensamos que el cielo está en otra parte, pero he aquí lo que astronautas y cosmonautas piensan a veces: quizás nosotros, que nacimos de ella, ya hayamos muerto y estemos en el más allá. Si es verdad que nos aguarda ir a un sitio inverosímil, esa esfera distante, vidriosa, con sus preciosos y solitarios espectáculos de luz bien podría ser el destino.»

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Orbital ya está entre mis elegidos del 2025. Por eso, te lo traigo en este Epígrafe, el primero de los cielos más largos, oscuros e invernales de nuestro hemisferio.

16 órbitas después

En el espacio flota la Estación Espacial Internacional. Flota realmente. En realidad: orbita en torno a la Tierra. Allí, un equipo de astronautas de distintas partes del mundo investiga y desarrolla diferentes estudios científicos. La EEI está en órbita desde 1998 y se prevé que regrese a la tierra en 2028. 30 años de servicio, de exploración en un lugar donde las fronteras se difuminan, donde los bordes y las diferencias entre los países se quedan en la superficie terrestre.

Orbital tiene una estructura sencilla: recorre los pensamientos, tribulaciones y vicisitudes de un equipo de seis astronautas de la EEI durante las 16 órbitas —o sea: vueltas a la Tierra— que se desarrollan al cabo de 24 horas terrestres. En criollo: no es más que un día completo de trabajo en la Estación Espacial Internacional.

«Anton —callado y de un humor seco, sentimental, que llora sin esconderse cuando ve películas o mira por la ventana—, Anton es el corazón de la nave. Pietro es la mente. Roman (el comandante actual, hábil y competente, capaz de reparar cualquier avería, controlar el brazo robótico con precisión milimétrica, conectar el circuito más complejo a bordo) es las manos. Shaun es su alma (porque está allí para convencerlos a todos de que tienen alma). Chie (metódica, justa, sabia, no del todo definible o encasillable) es la conciencia. Nell (con sus pulmones de submarinista con capacidad para ocho litros de aire) es su aliento»

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Luego de la publicación de Orbital y su premio se habló mucho de la falta de “trama” en este libro de Harvey, y hay algo de cierto en esa observación —aunque hablar de “trama”, creo, en este caso es fútil— porque lo que importa no es tanto lo que sucede sino lo que podríamos denominar como lo que subyace. ¿Qué ocurre dentro de un astronauta cuando se levanta, un día más, en medio de la ingravidez y ve con ojos renovados el fulgor de las auroras boreales atravesando los cielos del norte? ¿Cómo cala en el ego de estas personas ser testigos desde arriba de las formas en que las divisiones humanas son puras construcciones sin demasiados fundamentos? ¿Cómo se transforman los cuerpos, los órganos, las pieles, a medida que los días en el espacio avanzan? ¿Cómo se pone a prueba la fe cuando el vacío y el infinito empiezan a ser las únicas religiones sostenibles?

La cadencia del texto de Harvey es hipnótica. Su belleza y musicalidad trasciende la barrera de la traducción. No hace falta leer más que un par de capítulos —capítulos divididos en órbitas— para entender hasta qué punto esta es una de las novelas más hermosas de los últimos meses.

«Entretanto hemos empezado a prestar oídos. Escudriñamos los confines en busca de ondas de radio. Nada responde. Seguimos escudriñándolos década tras década. Nada responde. Lanzamos vaticinios anhelantes y esperanzados por medio de libros, películas y productos semejantes sobre el aspecto que podría tener esa vida alienígena, cuando finalmente se ponga en contacto con nosotros. Pero no se pone en contacto y sospechamos que, a decir verdad, nunca lo hará. Ahí afuera no hay nada, pensamos. ¿Por qué molestarse en esperar cuando no hay nada ahí? Y ahora tal vez la humanidad se encuentre en la etapa postrera de su adolescencia, arremetiendo contra todo, dominada por el deseo de autolesionarse y por el nihilismo, porque nunca pedimos vivir, nunca pedimos heredar una tierra de la que cuidar, y nunca pedimos estar tan completa, injusta y tenebrosamente solos. Tal vez un día nos miremos al espejo y nos alegraremos al ver a este simio erecto, más bien mediocre, que nos devuelve la mirada, y entonces recobraremos el aliento y pensaremos: bueno, estamos solos, qué más da.»

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El summum del libro aparece sobre la órbita o capítulo 13, cuando Harvey se propone hacer algo fascinante, que termina de establecer su novela por encima de la línea de flotación de lo meramente destacado y eleva todo el conjunto. En esas páginas, la autora juega a contar la historia del universo en una suerte de calendario anual espacial. Un año donde la pequeñez de la humanidad queda de manifiesto y el asombro y el calor en el pecho, al terminar de leer, ganan la pulseada.

«Existimos ahora en una fugaz floración de vida y saber, un frenesí del ser que dura lo que un chasquido de dedos, y punto. Este veraniego estallido de vida es más bomba que brote. Estos tiempos fecundos pasan rápido.»

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Para ir a buscar después de Orbital

  • Sally Ride fue la primera mujer estadounidense en ir al espacio, y logró romper con su determinación y tenacidad el techo de cristal de la Nasa. Con lo que no pudo, algo que se hizo público luego de su muerte en 2012, fue con su sexualidad: recién en su obituario se supo que Ride había sido lesbiana y que, justamente, la amiga que firmaba el obituario había sido su pareja durante los últimos 30 años. De esas dos facetas, la Sally símbolo y la Sally oculta, va este documental —se llama así: Sally— que se puede ver en Disney+ y que, si bien no destaca en su realización y es más bien pacato en su puesta en escena, presenta una historia lo suficientemente interesante como para sostenerse por sí sola. Además, tiene un momento en el que Ride ve la Tierra desde el espacio y reflexiona sobre ello que se conecta directamente con Orbital.
Embed - SALLY | Official Trailer | National Geographic Documentary Films
  • Hay muchas películas centradas en el universo que me gustan, y de las últimas puedo mencionar Misión: Rescate, El primer hombre en la Luna o High Life, pero hay una en especial que me cala hondo: Ad Astra. Es del director James Gray —no falla jamás— y la protagoniza Brad Pitt. Es una especie de reescritura de El corazón de las tinieblas de Conrad pero en los confines del universo. Visualmente es una locura, Brad Pitt está en uno de sus mejores momentos y sus postulados filosóficos son hondos, hay mucho para conversar y pensar luego de verla. Recomendadisíma si te gustan este tipo de películas. Está en Disney+ y en Netflix.

  • Por último, un costado más científico: el del autor Carlo Rovelli, físico italiano que se ha dedicado a la divulgación de temas del espacio para lectores más terrenales. Si estos temas te interesan, te recomiendo que le eches un ojo a ¿Y si el tiempo no existiera?, Agujeros blancos o El orden del tiempo.
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