Mundo > Pedro el Grande, no Stalin

El último zar: la jugada de Putin para perpetuarse en el poder

El líder ruso sorprende otra vez a propios y extraños con una reforma constitucional cuyas intenciones parecen, sin embargo, bastante claras: seguir mandando aun después del Kremlin
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18 de enero de 2020 a las 05:02

¿Tú te imaginas a cuántas personas habrá matado, o mandado matar, Putin desde que era agente de la KGB hasta ahora?”, me preguntó hace unos años un colega europeo en un bar de Washington después del trabajo. “No tengo la menor idea –respondí-; pero es una pregunta que conviene hacerse de varios líderes mundiales, tanto de aquel lado del mundo, como de este”.

Eran los últimos años del gobierno de George W. Bush en Estados Unidos, y Vladimir Putin hacía rato se había convertido en el villano preferido de los medios occidentales. Lo sigue siendo hoy, y no es para menos. 

En estos 20 años en el poder, el autócrata ruso ha detenido y socavado de un modo sustantivo la expansión militar de Occidente en Eurasia y Medio Oriente; ha desafiado a Estados Unidos y contribuido a su decadencia como primera potencia del planeta, hasta se anima a disputarle aliados en su zona de influencia y, en general, ha revivido a Rusia como gran potencia mundial, después de haber caído en la más triste irrelevancia geopolítica durante la era post-soviética, cuando estos mismos analistas que hoy deploran a Putin llamaban a Rusia en tono de burla “la Burkina Faso con armas nucleares”.

Para ser justos, su fama de villano tampoco es gratis. Cuando no está invadiendo a un país vecino, como Georgia o Ucrania, anexándose partes de otro, como Crimea, o golpeando en las fronteras de otros, como los países bálticos, Putin suele agasajar a algunos de sus desafectos o adversarios políticos con un tecito de polonio a domicilio. 

Digamos que no es el personaje más simpático de la política internacional. Y sin embargo a uno le queda la sensación de que ha sido tantas veces malinterpretado en Occidente. Después de todo, Putin no es un dictador clásico, ni un nostálgico de la Unión Soviética, ni un admirador de Josip Stalin, como a menudo se lo suele pintar en trazos gruesos.

Por eso el desconcierto total que se vivió el miércoles 15 cuando el ruso anunció un proyecto de reforma constitucional y horas más tarde aceptaba la renuncia de su primer ministro, Dimitri Medvedev, y del gobierno en pleno. Como tantas veces, las redacciones no sabían qué hacer de la jugada de Putin; y los gobiernos, menos aun. Aunque esta vez la sorpresa fue bastante generalizada: ni siquiera en la propia Rusia, ni siquiera entre los operadores del Kremlin, parecía haber mucha idea de las verdaderas intenciones del presidente, o eso era lo que expresaban a los medios rusos.

La reforma de Putin plantea una transferencia importante de poderes de la Presidencia a la Duma. De aprobarse, el Legislativo será también quien elija al Primer Ministro y demás titulares del gabinete; en la actualidad la Duma se limita a dar la venia a cada cargo propuesto por el presidente. 

La reforma establece además un límite de dos mandatos para el primer mandatario. La Constitución vigente solo impide al presidente postularse a un tercer mandato después de haber ejercido el cargo durante dos períodos consecutivos; pero pasado este, puede volver a presentar su candidatura las veces que quiera. Esto le permitió a Putin bajarse a primer ministro entre 2008 y 2012, mientras su protegido Medvedev ejercía la Presidencia, para luego regresar al sillón del Kremlin por otros dos mandatos.

Parece bastante claro que sus intenciones ahora son vaciar a la Presidencia de poderes lo más posible antes de entregar el poder a su sucesor en 2024. De ese modo podrá seguir ejerciendo el control —aun sin tener que hacerse nombrar primer ministro— a través de sus aliados en la Duma, las mafias enquistadas en el poder y los oligarcas que deben sus fortunas al gobierno de Putin.

Pero como en todo, hay visiones y opiniones para todos los gustos. Están los seguidores del presidente ruso, o algunos incautos, que ven en ello un intento de profundizar la democracia en Rusia. Como Margarita Simonyan, directora de Russia Today, que escribió en su cuenta de Twitter: “Lo que significa básicamente es que el poder en Rusia se traslada al Legislativo”. Están los que, como yo, creen que Putin está allanando el camino para seguir mandando de facto aunque gobierne otro. Y están los que creen que el líder ruso nunca dejará el poder, ni en 2024 ni nunca. “Sus intenciones de convertirse en dictador vitalicio quedaron muy claras desde hace más de una década y la única forma en que dejará el poder será cuando esté en el cajón, como su ídolo Stalin”, escribió Garry Kasparov, la leyenda del ajedrez, que se ha convertido en un furibundo activista contra el régimen de Putin desde que en 2005 abandonara la competición en los tableros.

Es posible que Putin, a los 67 años como tiene, esté pensando en reelegirse varias veces más después de 2024, o efectivamente hasta su muerte. Sin embargo, la verdadera poda de facultades a la Presidencia que supone su reforma constitucional parece sugerir que pretende alejarse del Kremlin y gobernar por interpósitos agentes. Pero que sus intenciones son mantener todo el poder de algún modo, parece bastante claro.

Putin, que en una reciente entrevista con el Financial Times celebró la decadencia de la democracia liberal en Occidente, no tiene las más mínimas intenciones de introducir en Rusia algo parecido, como sugiere la directora de RT.  Sus más de 20 años en el poder han sido un empeñoso ejercicio de la famosa máxima de los zares rusos que tanto admira: “Ortodoxia, Autocracia, Nacionalidad”, como Pedro el Grande, el verdadero héroe de Putin (no Stalin). Esos son los valores de Putin; y es muy probable que, como él cree, también sean los de eso que llaman “el alma rusa”, y que él sea, en efecto, su mejor intérprete.

Pero su popularidad ha caído bastante desde que en 2018 ganara la reelección con el 77% de los votos, y las protestas contra su gobierno se han hecho cada vez más visibles en las ciudades rusas, por mucho que el régimen ha tratado de sofocarlas. Y es que esa ha sido siempre la principal preocupación de Putin, una movilización alentada desde el exterior que pueda derrocarlo. El ruso siempre salta inmediatamente cada vez que se produce una protesta masiva apoyada por Estados Unidos contra algún régimen donde sea.

Condenó con firmeza la llamada revolución de los colores en varias ex repúblicas soviéticas; luego hizo lo propio ante la caída de Hosni Mubarak y Muammar el Gaddafi, y más tarde intervino en Siria para impedir que lo mismo sucediera con Bashar el Assad. Es precisamente ese recelo el que últimamente lo ha llevado a defender con tanto ahínco al régimen de Nicolás Maduro.

Sus intenciones siempre han sido perpetuarse en el poder, ya sea concentrado en su persona o en la del régimen que responde a sus dictados, para bien o para mal de Rusia. Y esta vez no es la excepción: de una u otra forma, Putin seguirá al mando de los destinos de la Madre Rusia. Muchas veces malinterpretado, otras directamente demonizado, esa es la verdadera voluntad del último zar.  

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