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¿La democracia también rige si el Frente pierde?

El desafío es aplicar las propias ideas respetando el proyecto de vida y la libertad de los demás y viceversa
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05 de noviembre de 2019 a las 05:01

La columna se ha preguntado en varias entregas si el frenteamplismo, que llevó al límite su derecho a imponer sus ideas a la sociedad en nombre del respeto a la democracia, tendría igual respeto si eventualmente fuera derrotado y debiera ceder el poder. El Observador lo comenta en su editorial del lunes, partiendo de las declaraciones–amenazas de los candidatos oficialistas, que usan el miedo a la acción callejera como herramienta de campaña, junto al miedo a cualquier cambio en las políticas de un potencial gobierno de distinto signo.

Vistas con suspicacia, o prudencia, las declaraciones de los candidatos y voceros del gobierno parecen estar preparando el terreno a una oposición en las calles en caso de derrota. Desde la descalificación a una coalición opositora, cuando el Frente es en sí una coalición que orilló el exceso democrático, hasta la acusación de que si triunfara el candidato blanco se perderían derechos humanos intocables y el grito de guerra de “ni un paso atrás”.

Junto con la afirmación reiterada y no muy certera de que la programática del Partido Nacional no explicita su proyecto, como si la propia tuviera contenidos concretos además de su dogma, presagian el uso futuro del argumento de ilegitimidad, al igual que la acusación de que la alianza opositora, consecuencia natural del balotaje constitucional, gesta su acuerdo entre cuatro paredes, cuando el borrador se publicó en todos los medios.

Tal argumento, mientras el Frente negocia en charlas sigilosas con opositores indecisos, enemistados o resentidos su conversión a tránsfugas electorales, también luce como bandera de ilegitimidad para hacer flamear en alguna eventual barricada.

El concepto de que para gobernar se necesita una mayoría natural y absoluta, implícito en el mensaje frentista, contiene en germen una cuota de totalitarismo. Porque si se concibe la democracia como un sistema en el que las minorías se ponen de acuerdo sobre el modo de conducir sus destinos y respetar sus derechos e intereses, la gobernabilidad surge de un consenso necesario y permanente, no de un mecanismo donde las minorías dejan de pensar y pasan a obedecer.

Ese acostumbramiento al uso del poder numérico, que ahora el propio Frente autocritica como soberbia y que no siempre ejerció democráticamente por el raro juego de poderes internos, hace que se confunda legitimidad con mayoría. Unido al metarelato de la izquierda universal, el resultado es una fijación de no aceptar la derrota y consecuentemente el triunfo de quienes piensan de otro modo.

Sin ofender, recuérdese el discurso de ilegitimidad de Cristina Fernández, que pasó desde la aparente histeria de negarse a entregar los atributos presidenciales a una lucha integral contra el gobierno de Macri, que se materializó en el Congreso, en las calles, en las huelgas, en las escuelas, en los medios, en los piquetes y aún en sabotajes financieros y en increíbles planteos ante entes internacionales. Como la violencia extrema en las protestas contra la modesta reforma jubilatoria, repetida con saña injustificada en otros casos.

Y aquí se debe diferenciar el derecho de cualquier sector a reclamar por lo que considera sus derechos, con la acción con fines políticos de obstrucción sistemática, organizada y programada. Que es lo que ocurrió en Argentina, más allá de los muchos errores endógenos de Macri, largamente descritos en este espacio. Esa obstrucción fue orgánica: sindical, institucional, callejera, legislativa, burocrática, judicial, como si se tratase de la resistencia a una fuerza invasora. Tenía por objeto último, aunque no único, que la sociedad concluyese una vez más que solo el peronismo puede gobernar. Los demás fracasan y se deben ir en medio del caos antes de cumplir su mandato.

Sin ese dramatismo, todavía, el Frente Amplio está anticipando, en una suerte de fallido, el camino que podría seguir si la pesadilla de la primera vuelta se convirtiera en realidad, como Freddy Krueger. Yo o nadie, diría la electa vicepresidente procesada argentina. A eso sí hay que temerle.

El PIT-CNT, monje negro que hace valer exponencialmente su pequeña minoría dentro del gobierno, es más sincero y ya ha anticipado la resistencia activa. Tiene medios para ello. Tal vez no afiliados, pero sí con la suficiente organización y tozudez como para producir las chispas que hacen falta para encender los fenómenos populares que se observan (salvo los de Bolivia o Venezuela, que no se ven). También tiene la posibilidad de tomas de fábricas asegurada y la de paralizar actividades clave que se le ha garantizado.

Cuando el estado es simultáneamente el repartidor de bienestar, el árbitro de las disputas, el mayor empleador y a la vez gestiona actividades clave, tanto el propio estado como la sociedad pueden convertirse en rehenes de la acción seudosindical. Ver el ejemplo de la Intendencia de Montevideo, que por presión gremial no puede privatizar ni un aspecto de la recolección de basura, una renuncia inaceptable a las potestades delegadas por la población. O de la educación, tratada como basura por el trotskismo.

Lo que lleva a la trampa de graves contradicciones, cuando por un lado se pide la intervención del estado en las áreas consideradas esenciales, pero luego, ese estado no puede declarar la esencialidad de algún servicio frente a las huelgas o paros de sus propios empleados.

El punto no es menor, cuando los cambios impostergables requerirán financiar la transición con crédito, que se retacea y encarece con los efectos de la resistencia y sabotaje como los que produjo el kirchnerismo.

Cualquiera fuere el resultado electoral, el sentido de la pregunta del título tiene vigencia. Acaso mayor si el Frente triunfara.

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