Opinión > COLUMNA/LUIS ROUX

¡Vivan todas las tribus!

No creo que mi patria sea mejor que ninguna otra y no me interesa que lo sea, salvo que hablemos de fútbol
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05 de marzo de 2018 a las 05:00
Mario Vargas Llosa está a punto a de publicar su enésimo libro, La llamada de la tribu, una suerte de biografía intelectual en la que conversa sobre los pensadores que más han influido en su pensamiento, en las ideas que ha hecho suyas a lo largo de las décadas.

Me parece claro que Vargas Llosa es mucho mejor tejedor de ficciones que pensador, que sus idas y venidas ideológicas no son muy relevantes como tales sino tan solo una manera de conocer al hombre detrás de obras tan maravillosas como Conversación en la catedral, La casa verde y La guerra del fin del mundo.

Debo admitir, sin embargo, que me alegra coincidir con su pensamiento liberal en un aspecto que me parece esencial: su rechazo a todo tipo de nacionalismo. El laureado con el Nobel de literatura entiende que el nacionalismo es fuente de racismo y creo que tiene razón.

Está claro que el nacionalismo no solo es eso, pero sin dudas la grandeza de la raza es parte esencial de ese sentimiento. Sucede, además, que el concepto de racismo está mal visto y el de nacionalismo no. Por eso me parece revelador que se destaque el hecho de que no existe nacionalismo sin racismo.

Más allá de eso, el nacionalismo y el patriotismo parten de la ilusión de que quienes pertenecen a la nación de la que se trate tienen cualidades que los hacen únicos, características que los diferencian de otras patrias, y que forman un conjunto homogéneo, cuyos valores hay que fomentar y defender.

Jorge Luis Borges lo decía con claridad: "Las ilusiones del patriotismo no tienen término. En el primer siglo de nuestra era, Plutarco se burló de quienes declaraban que la luna de Atenas era mejor que la luna de Corinto; Milton, en el XVII notó que Dios tenía la costumbre de revelarse primero a los ingleses; Fitche, al principio del XIX, declaró que tener carácter y ser alemán es, evidentemente, lo mismo".

Entiendo que Plutarco se burlara: a pesar de no haber visitado Grecia, puedo asegurar que la luna de Atenas no fue nunca mejor que la de Corinto; creo que Milton no tuvo en consideración las innumerables veces que Dios se reveló a gentes de todo el orbe y me parece que Fitche exageró al equiparar el carácter a la nación alemana.

El nacionalismo y el patriotismo parten de la ilusión de que quienes pertenecen a la nación de la que se trate tienen cualidades que los hacen únicos

Lo mismo me sucede con los nacionalistas locales. "Como el Uruguay no hay" tiene de bueno la rima, pero no ilumina ningún camino. De mi tierra admiro el civismo democrático, por ejemplo, pero no siento que sea un caso único en el mundo. De hecho, me parecería lógico que algún día volviéramos a ser parte de lo que fueron las Provincias Unidas del Río de la Plata. Y que algún otro día ya no hubiera fronteras, como querían los anarquistas.

El ámbito en el que más me siento culpable de nacionalismo es el del fútbol de selecciones. Respeto y admiro la tradición de coraje, individual y colectivo; evoco la memoria de los héroes del pasado glorioso; venero la camiseta celeste, como símbolo de gloria.

Ese fervor me lleva a cometer los errores emblemáticos del nacionalismo: desdeño a las demás selecciones, aunque la mayoría juega un fútbol que en teoría me gusta más.

Siento que tener carácter y vestir la camiseta celeste es, evidentemente, lo mismo y anhelo que Dios recupere la costumbre de revelarse a los nuestros, como supo hacerlo antaño en tantas ocasiones.
Me cuesta respetar a selecciones como Chile y como Colombia, por ejemplo, por mejor que muevan la pelota. Siento que les falta algo intangible pero esencial, que Uruguay sí lo tiene.

Me consuelo pensando en que el del fútbol es un nacionalismo inofensivo, sin opresores ni oprimidos, sin persecuciones ni guerras. Hay, sí, desfiles y banderas. A mí me encantaría una gran caravana para honrar a los héroes victoriosos de la campaña de Rusia 2018.

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