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A pesar de todo: ¡feliz Navidad!

A pesar de todo: ¡feliz Navidad! Por Alejandro Roggio
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31 de diciembre de 2022 a las 05:03

La eternidad no es más absurda que la muerte.
Jorge Luis Borges

Ignoramos por qué un huevo se transforma en pollo, igual que desconocemos por qué un sapo puede transformarse en príncipe encantado. 
Gilbert Keith Chesterton 

Lo reconozco. No es muy fácil entender por qué, si nos espera una vida eterna, tenemos que pasar antes por esta otra que, en comparación, dura sólo un instante, pero que, sin embargo, condiciona dramáticamente la manera en que va a transcurrir nuestra eternidad.

No es fácil entender por qué, si existe un Dios justo y bueno, los humanos llegamos a esta vida, tan importante para nuestro futuro eterno, envueltos en circunstancias tan abismalmente distintas como la salud y la enfermedad, la riqueza y la miseria, el cariño y el desamor.

No es fácil entender por qué todo es así y no de otra manera. Por qué este universo, estos reinos; por qué estas especies, por qué el tigre y la golondrina, por qué el pingüino, el ónix, la medusa y la orquídea. Por qué los humanos andamos en dos patas y no en cuatro, o en ninguna. 

No es fácil entender por qué para vivir hay que morir; por qué la decadencia, la decrepitud y los gusanos tienen que ser parte inevitable del pasaje a la juventud eterna. 

Por qué el dolor, por qué el hambre, la enfermedad, la violencia, la maldad, la injusticia, los desastres naturales y las guerras. No se entiende bien y, lo reconozco, muchas veces puede parecer que todo es absurdo.

Sin embargo, nada me parece más absurdo que pensar que el universo y nosotros somos una mera consecuencia accidental de la evolución de la materia. Puede ser difícil concebir que el mal sea creado. Pero que el bien, el amor y la belleza, que El Quijote, Chartres y Hey Jude sean fruto de un azar ciego, me parece infinitamente más inadmisible.

La admirable coreografía de los astros y su contrapartida microscópica en la vida silenciosa de los átomos. La inacabable diversidad de la naturaleza, la hermosura de una noche estrellada que nos deja sin aliento, la explosión de colores en la flor, el vuelo del cóndor, y el de la mariposa.

Y nosotros: nuestra libertad interior, nuestra capacidad de vencer adversidades que parecen montañas infranqueables. Nuestra capacidad de dar y recibir amor, esa dimensión central de la existencia que parece darle, al final, sentido a todo, sean las que sean nuestras circunstancias. 

Nuestra capacidad de emocionarnos, de perdonar y de reír. Nuestra capacidad de hacer el bien hasta el heroísmo, de la que sobran ejemplos admirables en la historia, pero también en nuestra cuadra. Nuestra capacidad de crear. Y el arte. Y la música. Y la poesía. 

Puede venir una legión de sabios a explicarme que la carcajada a coro de mis hijos es el resultado de la evolución azarosa de la materia. Les voy a decir que su cuento es absurdo y que entonces, absurdo por absurdo, me quedo por ahora con el mío.
El mío, que dice que el origen y el sentido de todo es una historia de amor.

Que somos fruto del impulso generoso de una fuente infinita de bondad, que quiso compartir con nosotros, para siempre, la plenitud de su vida de amor. Que nos creó libres porque no hay amor verdadero sin libertad de los amantes, aunque eso habilite la posibilidad del mal, como la luz supone la existencia de la sombra.
Mi cuento que, en un extremo del absurdo, tal vez de la locura, dice que esa fuerza todopoderosa, creadora del universo inefable, entró un día en la historia, en un pesebre miserable perdido en un rincón de Palestina. 

En el que, por razones relacionadas de manera misteriosa con nuestro destino, lo mayúsculo se hizo minúsculo y lo eterno se sometió al tiempo.
Por eso, mientras tanto, cuando cada año en las plazas de mi ciudad el lila de los jacarandás y el amarillo de las tipas se mezclen fugazmente con las risas de los chicos y el susurro de los enamorados, pienso seguir diciendo con entusiasmo, a pesar de todo: ¡feliz Navidad! 

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