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Acuña multiforme

Durante su vida literaria, el poeta Francisco Acuña de Figueroa cumplió con una particular mixtura formal de géneros y estilos
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09 de septiembre de 2017 a las 05:00
El pasado 3 de setiembre se cumplieron 226 años del nacimiento de Francisco Acuña de Figueroa. La cifra es absolutamente irrelevante, pero es la excusa perfecta para acometer sobre la figura del "vate de lentes", uno de los dos poetas fundacionales de este país pero cuyo legado sigue flotando en estas tierras en pleno siglo XXI.

El ejemplo más cercano está al alcance de la mano: el martes en el estadio Defensores del Chaco, los 22 jugadores que se enfrentaron sobre el verde gramado entonaron antes del partido estrofas de dos himnos diferentes –el paraguayo y el uruguayo– compuestos por el mismo poeta: Acuña de Figueroa.

El costado más oficial de Acuña nunca pretendió esconder el lado cachondo de pornógrafo humorista, autor de la Apología del carajo, el reconocido compendio más falocéntrico de la literatura nacional. Si ambos ejemplos fungen como posibles extremos, las caras del poeta se van desbrozando a base de lecturas e inclinaciones.

Acuña nació en la colonia, adoró el poder español como raíz identitaria, realizó carrera funcional, como varios integrantes de su familia, bajo la fidelidad a la corona hispana amenazada sucesivas veces por ingleses, criollos alzados y porteños prepotentes.

Abrazado a la muralla del Montevideo natal cantó día a día el primer sitio oriental, entre 1811 y 1814. Con paciencia de orfebre resignado, anotó cada día las circunstancias que vivía dentro del recinto encerrado, desde los pequeños detalles nimios a las acciones más heroicas. El Diario del sitio es un documento fundamental para historiadores y curiosos del pasado de la ciudad, muerta de sed y de hambre, plagada de penurias, aferrada a una esperanza que nunca llegó desde el otro lado del océano.
Desguazada Montevideo, Acuña de Figueroa huyó en busca de otra monarquía que recogiera su achacado cuerpo, y encontró entre los tropicales morros de Río de Janeiro y los besamanos del emperador el ambiente necesario para la supervivencia

Acuña no sabía que en el campo sitiador estaba un paisano, Bartolomé Hidalgo, que recogía las voces de los soldados anónimos alrededor de los fogones donde el frío y la necesidad también hacían sus estragos. El poeta sitiado y el poeta sitiador entablaron sin saberlo la estructura de la literatura uruguaya hasta hoy: los autores capitalinos concentrados en las calles de la ciudad, frente a los que desde el resto del país construyen un camino alternativo de personajes y situaciones.

El mundo conocido se le derrumbó a Acuña sucesivas veces. Desguazada Montevideo, huyó en busca de otra monarquía que recogiera su achacado cuerpo, y encontró entre los tropicales morros de Río de Janeiro y los besamanos del emperador el ambiente necesario para la supervivencia.

Regresó a la tierra primigenia, invadida, como el funcionario que había sido, que nunca había de ser, pero la caprichosa realidad le colocó, de nuevo, delante de los débiles ojos que ayudaba con pequeños y redondos lentes, un cambio: un país que habían declarado independiente.

Acuña multiforme debió recrearse otra vez, casi de la nada: del poeta traidor al poeta de la patria, del funcionario venal al servidor público de una cultura oficial recién inaugurada.

El pobre Acuña afrontó al poder con el que sostuvo su vida sucesivos compromisos rotos, sabedor del ritmo incansable de ascensos y derribos: alabó a Rivera pero luego escribió pestes del caudillo colorado, y adhirió a Oribe y Rosas. Cuando la revolución de Rivera desplazó al primer presidente blanco, el vate volvió por las suyas y entonces arreciaron como lluvia enfurecida las diatribas contra los federales.

Acuña asistió a un nuevo sitio, mucho más largo que el anterior, y de nuevo tras las murallas realizó diversas tareas públicas.

Como un ojo insomne, su pluma incesante registraba cada detalle de la vida montevideana, al modo de un cronista de prensa: las riñas de gallos, los mercados, los esclavos, las enamoradas feas y dolientes, los amores profanos, los tambores, las funciones del teatro, las pasiones más deshonestas, las ironías más filosas, las millones de combinaciones lingüísticas de un salve religioso a través de un juego de sustituciones, lúdicos acrósticos, retruécanos de sentido común con codo en mostrador o corridas de toros, pues fue Acuña el mayor exponente de la poesía de lidia en Uruguay.

Acartonado cuando correspondía, solemne en la rectitud y movedizo en la entrepierna, enorme burlón de la vida y de la muerte, Acuña de Figueroa falleció en 1864, bajo la presidencia de Berro, de quien era, por supuesto, amigo.

La obra completa, gigantesca y casi inabarcable en su totalidad, repleta de poemas olvidables y versos para labrar en el mármol o en una simple página a tinta de lapicera, reposa en gruesos tomos donde quizás todavía no haya pasado el portaplumas, listas para ser, como su cuna, tomados por asalto.

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