Ancap for ever

En la década pasada el expresidente Jorge Batlle anunció que importar combustibles refinados sería 20% más barato que su monopólico manejo por ANCAP. Como era previsible en un país rendido al encanto del estatismo, su señalamiento fue ignorado. Pero acaba de ser confirmado por cifras oficiales, que demuestran que se gastaron de más US$ 441 millones en 2017, y una cifra casi igual en 2016, todos salidos del bolsillo de los uruguayos, para mantener con vida una empresa pública cuyas ineficiencias corroen desde hace años las finanzas públicas. Basta recordar sus recientes pérdidas por US$ 800 millones y la necesidad de capitalizar al ente con US$ 622 millones para evitar su colapso.

En el caso del gasoil, factor de gravitación en la actual ola de protestas generadas en el sector rural y extendidas a todo el país y en todas las ramas de la actividad privada y los hogares, el sobreprecio que pagan los consumidores es de más del 30%. Cuando su precio en las estaciones de servicio era de $ 41,8, la media del costo de importación era de $ 28, una diferencia de $ 13,8 por litro. Lo mismo ocurre con las naftas, aunque en proporción menor. Pero la situación es especialmente grave con el gasoil, que representó el año pasado el 80% del sobreprecio total que pagaron todos por los combustibles.

Los datos surgieron de un procesamiento realizado por El Observador de informaciones oficiales provenientes de ANCAP, del Ministerio de Industria, Energía y Minería y de la Unidad Reguladora de Servicios de Energía y Agua (Ursea). Los precios de paridad de importación son estimados por técnicos de la Ursea, que comparan los precios en el mercado interno de productos importados ya terminados con los de calidad similar que produce ANCAP, incluyendo los costos de transporte y otros elementos logísticos y los impuestos locales.

Los sobrecostos que paga toda la población para solventar la supervivencia del ente petrolero confirman la irrelevancia de su existencia, algo que todos saben pero nadie se atreve a enfrentar por la tormenta sindical e ideológica que desataría. Es obvio que la desaparición de esa vaca sagrada del estatismo es un ilusorio sueño ideal en el futuro previsible. No está en la agenda de ningún sector del sistema político ni del gobierno actual o de uno futuro. Cuando se intentó mejorar por ley el funcionamiento de ANCAP, durante la presidencia de Luis Alberto Lacalle, la combatividad del Frente Amplio y la pasividad de otras banderías partidarias se encargó de derogarlo en un referéndum.

Las actuales autoridades del ente se esfuerzan por poner algo de orden financiero, luego de la desastrosa gestión de la era Sendic. Pero sus esfuerzos se traban en el cuesta arriba de protestas sindicales y del lastre de una estructura plagada por deficitarias empresas laterales. El exceso de personal en su minúscula refinería genera baja productividad, hasta tres veces menor que la de refinerías comparables en Chile y Estados Unidos. Y el sobreprecio para los consumidores se agrava por el desmesurado aumento de tarifas impuesto por el gobierno para atender urgencias fiscales creadas por la propia alianza de izquierda. No hay perspectivas de que este castigo a los productores y a los hogares se atenúe. Pero al menos la gente sabe ahora cuanto más sale de sus bolsillos para solventar el peso superfluo del Estado.