Opinión > COLUMNA/ EDUARDO ESPINA

Andá a cantarle a Gardel

Un nuevo aniversario de la muerte del cantor recobra la vigencia de su música
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22 de junio de 2019 a las 05:00

Se cumple en estas fechas un nuevo aniversario del fallecimiento de Carlos Gardel; el de este año no es uno redondo (no se cumplen 70, 80 o 90 años), pero tiene una característica: cae en lunes. Gardel murió el 24 de junio de 1935, lunes. También un lunes murió Delmira Agustini, 21 años antes. El lunes es el día de la semana que más aparece mencionado en canciones de música pop y rock. Varias canciones dedicadas al odiado día de la semana han sido éxito. Ya escribí una larga nota al respecto. Mi favorita es Come Monday, de Jimmy Buffett (Come Monday, it’ ll be all right / Ven el lunes, todo estará bien), obra maestra pop country de las que pocos saben hoy escribir. Pero no voy a ponerme a tararearla ahora, porque esto no es un karaoke. La pueden encontrar en YouTube.  

En los casos de Gardel y Agustini, la muerte tuvo éxito un lunes, por lo tanto, conocemos una de las preferencias de la señora vestida de negro en cuanto a días. Gardel tenía 44 años el día en que murió. Para los estándares de salud y expectativa de vida actuales, era un muchacho, todavía en la flor de la existencia. El mito en torno a su figura continúa encriptado en un misterio camino a ser centenario. Es uno de los ingredientes que conserva para garantizar su inmortalidad. Gardel, a veces lo olvidamos, murió en su plenitud artística y física. Hay músicos, unos cuantos, como una cantidad, que a esa edad graban recién su mejor disco. Por lo tanto, en el tintero del tacuaremboense quedaron muchas canciones que nunca llegaron a ser escritas. El gran cantante de tangos tuvo una muerte muy moderna, esto es, por accidente aéreo y cuando la juventud aún estaba presente. En tiempos en que nada dura demasiado (siempre fue así pero ahora parece que más), morir cuando la juventud no ha terminado de despuntar, como quería Rubén Darío en su poema legendario, es tal vez la mejor coartada para garantizar una posteridad blindada contra el olvido. Tiene sus cosas buenas morir cuando nadie lo espera, cuando el alba todavía está presente: en la sorpresa de lo inesperado se fortalecen las posibilidades de inmortalidad. Las condiciones icónicas del personaje dejan de ser cuestionadas.

Una muerte prematura, además, huele a tragedia, a vida desperdiciada justo cuando lo mejor, o lo que eso sea, estaba por llegar. Actuando antes de tiempo, la muerte, que aparte de horrenda y cruel es fotógrafa, congela imágenes, las hace fotogénicas. Con su actuación impide que la vejez llegue luego con sus ritos de decrepitud y fealdad. Asociado como queda a su más poderoso frenesí físico, el muerto pasa a hibernar en una imagen redentora, salvada del deterioro y la compasión. De las arrugas que el espejo detesta. Por otra parte, la intensa vida que le hemos conocido a muchos de los artistas famosos muertos prematuramente dificulta situarlos en la vejez.

En la peluquería que hoy ya no existe y a donde iba a cortarme el pelo cuando era chico–la calvicie me ha permitido ahorrar unos cuantos pesos– había en la pared una foto de Gardel: una de las más icónicas, tomada por el fotógrafo José María Silva. Desde la pared blanca el ídolo marcaba la cancha con su sonrisa, distribuyendo juventud a las miradas que al retrato llegaban en estado de veneración. A él, imposible imaginarlo octogenario, carcomido por la artritis y con su cara inconfundible destrozada por las cirugías plásticas. A esa edad hubiera sido un Zorzal embalsamado. Su vida sería todos los días la noche de la nostalgia. Además, la vejez no se calma ni se olvida con una dosis de costosos barbitúricos o lo que Gardel consumiera, también parte de su leyenda. La vejez, esa bruja de permanente maelstrón (el enorme remolino que se crea cuando todos los años se aglomeran) puede hacer del presente una tortura, y sin haberlo pedido ni esperado Gardel cambió de vida sin haber tampoco debido ajustarse a los cambios asociados con la excesiva acumulación de tiempo en el cuerpo. Al menos se salvó de esa. Para obtener su diploma de perpetua leyenda –y la juventud permanente es uno de los requisitos– debía morir cuando nadie lo esperaba, y menos su propia edad.

La vida es un búmeran de ida y vuelta que a veces no regresa. En esa estación sin nombre, el brillo de las estrellas con vidas interrumpidas pasa de tenue resplandor a destello con la velocidad del instante. El muerto deviene mito, como devino, y de esa forma alimenta al infinito temporal, cargado de respuestas imposibles de responder, ni siquiera, cuando el tiempo empieza a dar muestras de agotamiento. Y el canto del cisne se escucha incluso más temprano si el cisne vive de la música. La muerte, en cambio, prefiere el silencio, y tal vez por eso el panteón de los músicos y cantantes muertos en forma prematura esté superpoblado. Extraño cliché. La lista es tan extensa, que el inventario de sus integrantes, de estar completo, podría llenar por sí solo esta página. Varias seguidas.

Unos cuantos de los grandes genios de la música clásica murieron antes de que las musas pudieran envejecer con ellos. Las dejaron solas en mitad del camino. Cito de memoria, mejor dicho, de corazón (por alguna incomprensible razón casi todos mis favoritos en todas las artes dejaron a su vida y a su obra incompletos). Mozart (1756-1791), Chopin (1810-1849), y Schumann (1810-1856) murieron de causas desconocidas, aunque tampoco hay razones conocidas para explicar la originalidad que los galvanizó. A los 31 años de edad, debido a complicaciones de sífilis, falleció el genial Schubert (1797-1828). El cólera (aunque también se habla de suicidio) mató a Tchaikovsky (1840-1893), y Beethoven (1770-1827) murió con el hígado pulverizado por el consumo de alcohol. Clásica entre las músicas populares, el tango tiene también una historia de músicos y cantantes fallecidos de manera trágica y demasiado anticipada.

Dijo La Rochefoucauld que “Hay poca gente que sepa ser vieja”. Y es muy poca la que muere teniendo su epitafio pronto. En la música ciudadana rioplatense no todos tuvieron la suerte de Enrique Cadícamo, quien cruzó de punta a punta el siglo XX tal cual Johnnie Walker del dos por cuatro. Nació en 1900 y murió el 3 de diciembre de 1999, cuando los fastos del nuevo milenio golpeaban a la puerta. La norma, por el contrario, es otra. En el siglo que fue un cambalache y en el que la hache se usó cada vez menos, muchos cantantes murieron cuando el final no debería haber estado en el libreto y la juventud parecía un divino tesoro. 

Nacido entre 1887 y 1890 (tampoco la fecha de su nacimiento está clara), Carlos Gardel murió en 1935, la fecha ya indicada. Y hay otros, como por ejemplo cuatro de los grandes cantantes de tango, quienes vieron sus vidas canceladas antes de tiempo. Julio Sosa (1926-1964) se estrelló con su auto sport luego de un concierto. ¿Sería su auto la “ilusión super-sport” a la que refiere la letra de Balada por un loco, escrita por Horacio Ferrer, muerto un domingo, no un lunes? También Francisco Fiorentino (1905-1955) murió en un accidente automovilístico, lo mismo que Susy Leiva (1933-1966), tal vez la última gran cantante de tangos, y encima de un auto que cayó a las aguas del puerto de Montevideo se suicidó el incomparable Romeo Gavioli (1915-1957), compositor de Baile de los morenos, un 17 de abril. Ángel Vargas (1904-1959), voz mágica, y junto con Fiorentino dos de los mejores cantores de orquesta (en la voz de ambos puede escucharse la banda sonora de la década de 1940), murió a los 55 años, y una vida tan corta como la esperanza tuvo asimismo Juan Carlos Cobián (1896-1953), compositor de tangos antológicos como Los mareados, magistral.

Pero la muerte no solo baila tango. Los tres principales cantantes mexicanos, Jorge Negrete (1911-1953), José Alfredo Jiménez (1926-1973) y Pedro Infante (1917-1957) murieron excesivamente jóvenes, los dos primeros de hepatitis, y el segundo al estrellarse el avión en el que viajaba. Un fin gardeliano. Entre las muertes prematuras de la música brasileña figuran Dolores Duran (1930-1959), Cazuza (1958-1990), el líder del grupo Legião Urbana, Renato Russo, (1960-1996), estos dos últimos de sida, Elis Regina (1945-1982), quien fue inquilina permanente de mi tocadiscos durante la adolescencia, y Maysa Matarazzo (1936-1977), asidua visitante de Uruguay y exquisita intérprete de bossa nova, cantante que a mi finada madre le encantaba. En España, dos voces imprescindibles murieron justo cuando la gloria no era realidad ajena. Si para los cantantes que murieron en accidentes de tránsito hubiera un cielo especial, este estaría superpoblado y tendría semáforos. Sería un cielo con San Pedro, ángeles y autopistas. Nino Bravo (1944-1973) se estrelló en su BMW 2800 en una curva parecida a la que un 2 de agosto murió Cecilia (1948-1976), voz de dones inimitables que la música popular española no ha podido reemplazar y cuyas canciones tienen tanta vigencia hoy como pasado mañana.

Cuando murió Carlos Gardel, parte de la juventud del tango murió con él: hasta en eso fue un adelantado. Solía contarme mi finado padre que cuando aquel día lunes de junio de 1935 escuchó en radio Carve de Montevideo la noticia de que el avión bimotor en el que viajaba Gardel se había estrellado en Medellín, el mundo le empezó a parecer un lugar irreal, menos comprensible. Le llevó la vida entera tratar de entender ese sentimiento tan inexplicable, asociado a los errores fatales del destino, la mayoría de ellos, creo, intencionales.  

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