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Balance cultural del 2018: las películas, series, canciones y libros que quedan en la memoria

Libros, canciones, películas, obras de teatro, exposiciones y una serie de emociones que, en el futuro, nos traerán de regreso a este 2018
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29 de diciembre de 2018 a las 05:03

No hay más remedio que aferrarnos a este concepto caprichoso del calendario y acompañar esa necesidad –tan humana, tan occidental– de querer marcar principios y finales. Así que bien, aquí estamos, una vez más en esa búsqueda de recuperar el tiempo, para nada perdido, y evaluar, revisar, poner marcha atrás, hacer el trabajo –extenso e intenso– de recordar todo lo que nos conmovió durante los últimos 12 meses.

En resumidas cuentas guardar, en unas pocas líneas, cada uno de esos instantes que nos llenaron de dicha, nos estrujaron el corazón, nos dejaron por unos segundos sin aliento, nos explicaron el mundo, nos dieron alguna que otra certeza; en fin, que nos hicieron felices. 

Muchos de esos momentos, esos pedacitos de vida tuvieron que ver con estas páginas (virtuales o físicas) y con lo que hacemos día a día. A continuación esos versos, esas estrofas, esas oraciones, esas escenas, esos silencios, esos papeles, esos aplausos que tuvimos la suerte de contemplar, escuchar y vivir y, por tanto, hicieron que este 2018 tenga mucho de memorable. 

Stephanie Galliazzi 

¿Qué pasaría si pudiéramos envejecer a siglos de distancia del resto de las personas? ¿Qué haríamos con nuestro tiempo si fuéramos (casi) inmortales? How to Stop time es la novela de Matt Haig que me dejó esas preguntas –entre otras tantas– apenas empezó este año, que ahora miro desde lejos. En un contexto cultural infinito y en constante movimiento, retener y procesar se hace más complejo. La ansiedad de ver y leer lo último, para luego buscar qué es lo que sigue, me incomoda y desafía a la vez. Por eso, cuando ciertos estímulos me generan sensaciones que pasan a marcar un momento o que me remiten a otros que ya viví y a un recuerdo es cuando pienso que, por ahí, debe ir lo más memorable del año para mí. Más allá del recuerdo, me quedo con los hechos artísticos que evocan esa parte de mí que quiero mantener viva.

Si mis ojos fueran una cámara y el 2018 una película, las escenas más removedoras estarían marcadas por un puñado de planos detalle: las manos a punto del reviente golpeando las lonjas en febrero, la terminación de cada movimiento de la bailarina Ariele Gomes en el Auditorio Nacional Sodre, cada textura que proyectó Hugo Millán sobre los espectáculos del Ballet Nacional del Sodre y Las lunas de Cúneo alborotadas como nunca en la última muestra del Museo Nacional de Artes Visuales.


Dirk Gently´s Holistic Detective Agency y The end of the fucking world fueron series que pretendí conocer como mero entretenimiento y terminaron revolcándome por el piso del descoloque mental. Y aunque llegué tarde, Un gallo para Esculapio me despertó más admiración de la que ya tenía por Sebastián Ortega. Coco fue, sin duda, la película que más disfruté compartir. Pero las sensaciones más fuertes en materia audiovisual me las trajo La noche de 12 años, que me removió hasta la médula.


Lo under se ganó el podio en mis experiencias teatrales. Primero, la obra argentina Ningún Pibe Nace Cheto. Después, Ejecución Pública, tocar o morir , de Lucía Trentini. 


Escuchar a Fito Páez por primera vez en vivo fue un viaje directo hacia mi infancia cuando, a escondidas, le sacaba el disco de El amor después del amor a mi padre para escucharlo en loop. Cruzar la noche del Astillero y la versión de Asilo que Jorge Drexler grabó con Mon Laferte son de los temas que más disfruté en un loop constante que generaba en mi mente sin aburrirme nunca. Si bien el disco Tranquility Base Hotel & Casino de Arctic Monkeys no superó lo que me despierta AM, me hizo valorar la no repetición de una fórmula que se sabe exitosa. Además, la canción y video de Four Out of Five me encantó.


La poesía (joven) fue el género literario que más me sorprendió; Decir no no basta de Naomi Klein me atravesó en el momento “oportuno y necesario” –como lo definió Noam Chomsky en su crítica–; Nosotras de Rosa Montero me conectó con biografías de mujeres que priorizaron la libertad de ser más allá de los estereotipos; y a semanas de terminar el año me encontré y quedé con Panfleto: Erótica y feminismo de la periodista argentina María Moreno que es de todo lo nombrado anteriormente, lo que más me invitó a pensar, releer y buscar información adyacente. Y, al final, vuelvo a confirmar que el masticar lento alimenta una parte de mí que quiero que crezca.
 

Emanuel Bremermann

La memoria es una cosa extraña, maleable. En mi caso, no puedo decir que sea un recurso infinito; constantemente me olvido de las cosas y no puedo asegurar –ni tampoco desmentir– que en mi cabeza haya espacio suficiente para todos los recuerdos que me gustaría guardar. Sé que el lugar es reducido, conozco su finitud. Así asumo, por ejemplo, que hay películas que me fascinaron pero de las que me acuerdo poco, libros que me marcaron y que no puedo identificar por sus frases, episodios de mi vida que fueron claves y están empañados. Por eso, hablar de lo que hizo memorable mi 2018 es hablar de aquellas cosas que, cuidadosamente, elegí recordar. Porque lo memorable –y búsquenlo si no me creen– no es lo que se necesariamente se recordará más adelante: es lo que creemos que merece ser recordado. 


Entonces elijo acordarme del amor, pero no de cualquiera. Voy por uno que conocí desde dos puntos de vista y que toma forma bajo el título Llámame por tu nombre, un libro de André Aciman, una película de Luca Guadagnino. Aciman y su tomo están flanqueados por Mil de fiebre, de Juan Andrés Ferreira, Fractura, de Andrés Neuman, y Solenoide, de Mircea Cartarescu, tres libros muy distintos que, de alguna forma, dejaron una huella en mí. O un surco. A la película de Luca Guadagnino, en tanto, la acompañan Roma, Lazzaro Felice, la animada Coco y la serie Barry, un puñadito de los minutos audiovisuales que consumí.


Elijo quedarme también –inédito para mí– con dos obras de teatro: Labio de liebre de la Comedia Nacional, y Tebas Land de Sergio Blanco, que recién vi ahora. Y si me tengo que acordar de la música, me voy a lo local y reciente: Hambre, esa columna de canciones nuevas de Eté & Los Problems que me sacudió las piernas y la médula como nada más. Solo quedan opacadas –o viceversa– por el show de Roger Waters. Y algún que otro tema de Sufjan Stevens.


Con eso me quedo. No es mucho, pero ya aprenderé a hacer más lugar en mi cabeza. Solo espero que lo de memorable se aplique, que no me haya equivocado y que siga, años después, recordando las sensaciones que cada uno de estos ítems me hizo sentir.

Pía Supervielle

Me quedo, antes que nada, con las palabras de las mujeres que se cruzaron en mi vida durante estos últimos 12 meses y que, sin saberlo, por supuesto, se convirtieron en refugio en algunos días en que la lógica parecía haber desaparecido. Las de Hannah Gadsby –crudas, sabias, necesarias– en su espectáculo Nanette (Netflix): “No permitiré que mi historia sea destruida. Lo que hubiera dado por escuchar una historia como la mía. No por culpa, ni por reputación, dinero ni poder, sino para sentirme menos sola, para sentirme conectada”.  Las de Ida Vitale, tan musicales como certeras, horas después de haberse enterado que a los 95 años era la ganadora del premio Cervantes. La misma mujer que escribió un día versos como los de Fortuna (Descubrir por ti mismaotro ser no previsto/ en el puente de la mirada. /Ser humano y mujer, ni más ni menos) me dijo mansa y risueña: “Todo esto fue una interferencia, un agregado al desorden del día”. 


Las de Inés Bortagaray, tan bienvenidas y esperadas después de más de una década sin publicar, en Cuantas aventuras nos aguardan: “Nosotros dos nos mirábamos en un duelo que esa noche acabó a los besos”. Las de la directora Tamara Jenkins en la voz de sus personajes de la pequeña, humana y fundamental Vida Privada (Netflix). También las de Ariana Harwicz en su librazo Matate, amor, las de Josefina Licitra en 38 estrellas y las de Samanta Schweblin en Kentukis


También se quedan conmigo varias de las cosas que me estrujaron las tripas y el corazón: el regreso de Gabriel Calderón en If - Festejan la mentira; Fito Paéz en Montevideo Rock aniquilando cualquier melancolía de domingo; todas las canciones de Cruzar la noche de El Astillero; y varias de las escenas de Llámame por tu nombre

Nicolás Tabárez

Si en el futuro se descubre como viajar en el tiempo, hay tres días que revisitaría de 2018. Mejor dicho, tres noches. La de marzo en la que David Byrne, canas al viento, pies descalzos y caderas sueltas, bailó e hizo bailar sobre su utopía americana moderna. La de octubre en la que Nick Cave lideró una misa negra en la que fue santo, dios, diablo, hombre y monstruo, bajo una tormenta que se cocinó canción a canción y se soltó sobre el épico final. Y la de noviembre en la que Roger Waters (política aparte), reventó el Centenario a fuerza de imagen, sonido y hits rockeros. 


Hits rockeros tiene Hambre, de Eté & Los Problems, uno de los discos uruguayos más poderosos y excelsos del año que se despide. Me voy tarareando unos cuantos de sus temas, así como otros de Aguafiestas, de Arquero, Murgang de AFC, El problema de la forma, de Los Hermanos Láser, Faros Ciegos, de La Mujer pájaro, Caudillo, de Sebastián Casafúa y Cruzar la Noche, de El astillero. El descubrimiento de Romina Peluffo, el trance futurista de Híper, de Par y la diversión pop de La espuma de las horas, de Martín Rivero, se van también en el cargamento musical, junto con la revelación de Rosalía, a nivel internacional.


Este año empezó con una historia de amor: la de Elio y Oliver, los protagonistas de Llámame por tu nombre. Terminó con otra, la de una familia mexicana y su empleada, Cleo, los protagonistas de Roma. Ambas, a su manera, son de las historias memorables que este año dejó el cine. La segunda, particularmente, es una hermosa experiencia en la que los ojos, los oídos, la mente y el corazón son avasallados. El encanto de Coco y Paddington 2, la espectacularidad y la “manija” del infalible cine de superhéroes de Marvel con Pantera Negra y Avengers: infinity war, la fantasía infantil de El proyecto Florida, la frescura de El infiltrado en el KKKlan que hace reír mientras horroriza. Solo algunas de las maravillas que regaló el cine este año.


Hay monstruos en la alucinante novela gráfica Lo que más me gusta son los monstruos, y en Q, otra joya del noveno arte, en este caso local. Hubo fantasmas en La maldición de Hill House. Saul Goodman sigue siendo el monstruo más magnético del mundo de las series.  La magia de Maniac y la turbiedad de Wild Wild country, quizás el mejor documental del año, se suman, con la locura de Mil de fiebre, a un año que se hizo largo, en parte por todo lo que dejó. 
 

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