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Cincuenta años de Woodstock

La década de 1960 dio pie a la victoria del verdadero liberalismo
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18 de agosto de 2019 a las 05:00

Durante la visita este año del ilustre Antonio Escohotado, en una presentación colmada de público lanzó  frases punzantes y provocativas que –me da la impresión– pasó bastante desapercibida. Woodstock es el fenómeno político más subestimado del siglo XX, lanzó y siguió con otros temas. Él justamente que ha llevado una política coherente hasta el tuétano en defensa de la libertad humana en todas sus dimensiones, desde la vida cotidiana al libre comercio y la política.

Muchas veces se usa el adjetivo sesentista despectivamente para nombrar a la ideología obsoleta de la lucha de clases, el discurso de “oligarquía versus pueblo”, la bomba y el secuestro, y tantos episodios vergonzantes que dañaron a la América Latina de aquella década y alimentaron a los monstruos dictatoriales de la década siguiente. Cuando se cumplen 50 años del histórico recital que por tres días reunió a miles de personas en una granja californiana, cabe valorizar otros aspectos de la cultura de los años 60.

Pero hubo otras innovaciones ideológicas en los años 60, de las que Woodstock fue una gran expresión. La música, transmitida por primera vez a través de la radio y el cine, incipientemente a través de la televisión, se convirtió en un vehículo de confraternidad global. El primer gran vehículo de una confraternidad que se ha mantenido. El rock como fenómeno cultural fue capaz de unir a jóvenes de todo el mundo, cuyos padres habían participado de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Fue capaz de unir a los jóvenes de EEUU, el país que había tirado las bombas atómicas, con los jóvenes de Japón, donde esas bombas habían caído. Los recitales eran actos políticos y filosóficos, además de maravillosas expresiones de un arte nuevo en el que una guitarra enchufada se podía escuchar a cientos de metros de distancia. Fue capaz de unir a los jóvenes rebeldes con un veterano premio Nobel y rebelde Bertrand Russell que promovió el diseño de un símbolo gráfico de la paz mundial que sigue hoy siendo popular y vigente.

El  recital, realizado en un pastizal natural, fue bastante caótico, la lluvia, el barro, la infraestructura insuficiente en baños y locales de comida ocasionó incomodidades varias. Pero también transcurrió sin mayores altercados y alimentó una utopía de amor y paz que contrastaba con el absurdo bélico de Vietnam y de las dos guerras mundiales anteriores.

En parte fue el comienzo de la ecología como tema político, hoy más vigente que nunca. En parte fue el insumo para un mundo capaz de tolerar modos de vida alternativos que hoy disfrutamos todos. En parte fue el origen de una dimensión política que sale del aburrido panfleto, pero que sí marca que el arte puede ayudar a construir un mundo mejor, de una manera mucho más razonable que la violencia.
Woodstock de un lado del Atlántico, llevado adelante en una pradera en la que solía vagabundear el hoy Nobel Bob Dylan, John Lennon y Yoko Ono del otro lado del Atlántico publicando el disco Imagine, y tantos otros músicos y oyentes, generaron un cambio cultural muy positivo, del que el siglo XXI sigue precisando alimentarse.

Si Steven Pinker propone en sus libros que más allá de las malas noticias y las excepciones, la humanidad es mucho menos violenta que en el pasado y que el progreso es una idea que debe ser defendida y que está ocurriendo, en parte, es porque existió un ecosistema cultural que permitió que Woodstock floreciera, que una guerra pudiera ser detenida, que derechos elementales en términos de raza y modelos de vida pasaran a ser respetados.

Quizá sin esa ingenua locura de los años 60 y sin esa globalización de música que por primera vez escuchaba el planeta entero, no hubiésemos tenido en Uruguay a un Ruben Rada, a un Eduardo Mateo, a unos hermanos Fattoruso o a Psiglo, y a tantos más que  revolucionaron la cultura uruguaya y a quienes disfrutamos desde hace justamente 50 años. 

Los años 60 fueron mucho más que el Ché Guevara matando gente aquí y allá, fueron mucho más que Cuba haciendo campos de concentración para homosexuales y demócratas, fueron mucho más que las bombas y los secuestros y la represión de botas y palos.
Fueron el comienzo de una cultura de respeto a la diversidad, a la fraternidad, a que cada uno pueda elegir cómo usar algo tan propio y elemental como el largo de su pelo, su ropa, sus elecciones afectivas. En definitiva, una victoria del verdadero liberalismo que no se limita al comercio sino que abarca a la libertad en todas sus dimensiones. Fue también el comienzo de un regreso al campo, a revalorizar a la naturaleza, a reconectar con las fuerzas ancestrales del suelo y el clima.

No es casualidad que en la misma zona del mundo haya emergido el Silicon Valley, la vanguardia de la tecnología que comunica, la agricultura orgánica, la energía solar, la cultura empresarial de solucionar problemas al mundo para hacer de la revolución tecnológica una revolución política de la libertad, la prosperidad, la sustentabilidad y la restauración de la naturaleza, de las que California sigue siendo, desde aquel entonces, vanguardia.

Por supuesto que hubo mucho de ingenuidad. ¿Es acaso eso un pecado? Por supuesto que la humanidad no iba a solucionar sus problemas simplemente danzando bajo la lluvia. Podría pensarse que aquellas ideas que Woodstock sembró no germinaron. El mundo sigue siendo violento.  Trump construye murallas, Bolsonaro tala la Amazonia, China se apresta a aplastar a los habitantes de Hong Kong, Putin reprime a los rusos que piden democracia, Yemen se desangra. Pero otros países nos dan ejemplos esperanzadores de convivencia, ecología y humanidad, y si la amenaza de la guerra persiste por los juegos de poder de las grandes potencias o la locura de grupos terroristas, eso también reafirma que  el mensaje de Woodstock y de esa parte de la cultura de los años 60. Como dijo en su momento, al pasar, don Antonio Escohotado, Woodstock, en sus 50 años debe ser revalorizado como acto político. Sería bueno que el mensaje se mantuviese vivo. Desde el punto de vista de la política y desde el punto de vista del arte. Tal vez la propia música como expresión popular haya perdido un poco de magia entre aquellos recitales artesanales donde imperaba el amor al arte y el paisaje musical actual donde la transgresión artística parece haber cedido el lugar al estudio de marketing que determina qué tipo de pop venderá más. En este mundo de armas nucleares todavía proliferando, guerra fría que amaga con regresar, y tantos otros problemas graves por resolver, Woodstock y la cultura que lo generó, siguen dando herramientas para pensar y construir el mundo posible de este siglo. 

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