José hace unos meses estaba en tratamiento por tuberculosis y recibía una tarjeta del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) que le permitía tener un dinerito mensual para la compra de alimentos y productos de higiene personal o para el hogar. Aunque hogar, como lo que uno puede imaginarse, no tenía, vivía como podía. Por su apariencia parecía muchos más años que los que tenía: además de enfermo, parecía mucho mayor.
Perdió la tarjeta del Mides y se fue hasta una oficina del ministerio para ver si le daban una canasta de alimentos y se la dieron. Casi no se la podía llevar. No podía levantar la carga. Sus brazos débiles por mala nutrición de larga data sufrieron para transportarla. Paró a descansar muchas veces en el camino hasta llegar a “su casa”, por llamar de alguna manera a esas chapas y maderas donde vivía.
Pocos días después se vio su foto en la prensa. José había sido procesado con prisión por robar un pollo al spiedo. Después del robo a los pocos metros lo atraparon y a las pocas horas fue imputado. Tenía antecedentes.
Y uno piensa varias cosas: ¿hay que denunciar al que roba tan solo para comer? El comerciante por ahí está cansado de que lo roben y también hay que ponerse en su lugar.
¿Y el Juez que lo condena y aplica la ley qué siente? ¿Qué piensa? ¿Importa acaso lo que piense o sienta? ¿La vida de José le importa a alguien o es como la del pollo que muerto nadie lo llora?
José está preso. Y cabe preguntarse: ¿no habrá robado el pollo con la esperanza de ser atrapado y así al menor dormir bajo techo, no seguir solo por las calles y comer algo, lo que le den, en la cárcel? Lo que sea, sin tener que andar cargando canastas de alimentos con las que no puede y sin tener acaso un fuego para cocinar.
De repente a José no le fue tan mal. Tal vez solo hizo lo que tantos otros reclusos que liberados no tienen dónde ir. Como tantos que terminan en la calle y son reincidentes para salir de esa situación de calle que los castiga con la dureza de dormir sobre cartones sintiendo el frío y la lluvia y revolviendo contenedores buscando algo para comer.
Termina siendo un espiral sin fin. Robar para no estar en la calle. Cumplir una pena para tener un techo y comida y al recuperar la libertad no poder disfrutarla por sufrir la incertidumbre de qué comer y dónde dormir y volver a empezar. Volver a robar. Porque al final la libertad termina siendo una condena.
Eduardo Rodas
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