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De engaños y realidades en un año electoral

La política uruguaya está dejando atrás sus formas tradicionales
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14 de abril de 2019 a las 05:00

Cuando el candidato Juan Sartori prometió 100.000 empleos, una señal de alerta debería haberse encendido en la opinión pública en general y entre los sesudos analistas de la realidad nacional. Alrededor de ese anuncio de cariz mesiánico, asoman los feos rasgos que la política uruguaya está mostrando, abandonando sus sobrias formas tradicionales y acercándose más a las tendencias mundiales: mucha cáscara, demasiado ruido y delgado contenido. Es llamativo este fuego de artificio por su origen y autoría, porque Juan Sartori, en calidad de empresario, sabe muy bien que un gobierno no crea empleos, sino que debe generar las condiciones mínimas y necesarias para que el sector empresarial privado considere aptos los factores para poder invertir y contratar. Pero no es por ahí por donde viene el alerta, sino de algo mucho más profundo, preocupante y, a la larga, extremadamente perjudicial. Entre las promesas electorales y los engaños puede existir una línea muy delgada, frente a la dura realidad en la que respira toda la sociedad.

En un Uruguay deprimido en sus capacidades de generar riqueza y desarrollo en forma amplia, profunda y sostenida en el largo plazo, enfrentando, en un singular año electoral los síntomas cada vez más elocuentes de algo muy parecido a una recesión, hablar de la generación de empleo es, literalmente, para una buena parte de la sociedad, una cuestión de vida o muerte. De allí a que las promesas electorales acerca del empleo deben evitar este primer engaño y caer en la cuneta demagógica. En sus respectivos fueros íntimos, las candidaturas saben muy bien la complejidad del contexto económico y social que se cierne sobre el país. Un escenario interno y externo cargado de obstáculos para una dinámica creación de trabajo.

Los políticos, en definitiva, son las proyecciones que toda sociedad manifiesta según la calidad de sus visiones y ambiciones para crear y conducir un país posible. En este Uruguay 2019, el elenco preelectoral pareciera cumplir, en amplio menú, con el combinado de frustraciones, enojos pero también esperanzas palpitantes de la población. Continuidad o recambio son en definitiva lo que políticamente está en juego. 

Un problema es, que ante cualquiera de las dos posibilidades, se alza como un oscuro eclipse que todos tememos mirar, varias realidades fundamentales que integran la decadencia que el país arrastra desde hace ya, prácticamente medio siglo. Y nuestra conducta como sociedad, nos ha hecho responsables de que estas realidades 
posean en su esencia, la naturaleza colectiva de ser a la vez un engaño y un pesado yunque al que nos hemos entregado en abnegada resignación.

La primera de ellas refiere al hecho de que vivir en el Uruguay se parece cada vez más a una operación diaria de supervivencia. Su carácter recurrente se explicaría, entre otras cosas, por el estado de Montevideo como un conjunto de ámbitos de circulación ciudadana, muy similar al de un campo de batalla. Esto vale por la mala condición de su infraestructura, por la falta de higiene y la violencia rampante. En mayor o menor intensidad, el fenómeno se extiende al interior. Cuando los extremos de una sociedad deben enfrentar y padecer riesgos y adversidades casi idénticas en el uso del espacio público, es el país todo, el agente incapaz de generar una calidad mínima de vida cívica. En el primer mundo a eso se le llama fracaso, como síntoma esencial del subdesarrollo.
Negarlo, es engaño o locura.

La segunda realidad refiere a su economía, en donde a plena luz nos hacemos dos trampas al solitario en una forma llamativa por la aparente indolencia y cinismo con la que actuamos ante sus nefastos efectos. En primer lugar, mientras que el costo de la canasta básica de bienes familiares ronda hoy en el entorno de unos $80,000,  el sueldo promedio asciende hoy a unos $35,000. Es decir, entre lo que cuesta mantener una vida digna mínima, en el nivel de una clase media europea y lo que el trabajador uruguayo puede llegar a generar como ingreso razonable, hay una diferencia negativa de casi $45,000. Eso explica en buena parte la robusta industria del crédito de consumo. ¿Es viable un país con esta grieta material? 

El otro engaño refiere al recurso técnico que emplea la autoridad económica para calcular el Producto Bruto Interno uruguayo, cuyo monto varía según la incidencia que ejerce el funcionamiento de la refinería de Ancap. Es decir, que el crecimiento de nuestra economía depende en su contabilidad, de la operativa de uno de los principales agentes radicales que encarecen la propia actividad económica. Tamaña trampa y tamaño absurdo.

Finalmente, la tercera realidad, que este año hará eclosión por el peso de su ausencia, es la absoluta carencia de fundamentos matriciales de corte filosófico, ideológico y orientador de los tres partidos principales. 

No debemos confundir estos componentes directrices con anuncios de campaña y programas puntuales –en general de carácter oportunista, reactivo y tardío- que pocos leen o analizan a fondo. Sabemos la vida corta que este conjunto de buenas intenciones posee al inicio de un gobierno uruguayo. 

En cambio, se trata de una estructura de pensamiento, de componentes intelectuales que, en su intercambio enriquecedor, tanto entre los propios partidos como con los diversos sectores sociales, sirven para generar y sostener un proyecto común de país posible, a lo largo del tiempo y por encima de los vaivenes electorales. Prometer miles de empleos o atacar al gobierno de turno como ancla de campaña, son ricas expresiones de esta dolorosa pobreza. Más que un problema, se trata de un grave acto de irresponsabilidad histórica. Y el país así lo sufre, en el engaño y en la realidad. 

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