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De Florida a Panamá para ver al papa y de baile en las calles y en las misas

Entre los casi 600 jóvenes uruguayos que participan de la JMJ, hay doce floridenses que juntaron plata durante un año y lo viven como una fiesta
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24 de enero de 2019 a las 05:03

En Panamá todo el mundo sonríe. Nadie parece estar al margen de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) que entre el 22 y el 27 de enero se desarrolla en el país. Los “hola, bienvenidos. ¿De dónde vienen?”, de los lugareños se han hecho costumbre; y las bocinas de los autos que nos saludan a los peregrinos como si fuéramos estrellas también. 

Viajé a Panamá junto a otros once jóvenes del grupo de la Catedral de Florida y dos sacerdotes de la diócesis. La semana previa estuvimos en Costa Rica, junto a la familia de Giovanni, nuestro cura líder, que es oriundo de ese país y radicado hace 12 años en Uruguay. Cruzamos la frontera por tierra, pero el viaje demoró más de lo que pensé: allí tuvimos que esperar cerca de seis horas por el tráfico de buses que había desde un país al otro. 

Sobre las ocho de la noche, 24 horas después de haber partido, llegamos, por fin. El lugar de destino fue la parroquia Natividad de María, en el noreste de la ciudad. La ilusión que teníamos por la JMJ eran más fuertes que el cansancio, el malhumor y el calor que sentíamos luego de un viaje tan largo. Nos recibieron llenos de alegría al grito de “esta es la juventud del papa”.

Pero nuestra incertidumbre era grande. Ya estábamos en Panamá y aún no sabíamos dónde íbamos a dormir esa noche. Nos habían dicho que íbamos a alojarnos en casas de familia de personas que se ofrecieron para recibir a peregrinos, pero poco más. Ni siquiera sabíamos cuántos miembros tenía la familia ni si habría otros peregrinos en el hogar. A muchos nos mataba la ansiedad, pero esa sensación estaba buena: solo había que confiar.

Mientras esperábamos esa información, nos dedicamos a conocer gente e intercambiar impresiones. En ese lugar había personas de distintos países latinoamericanos que se mezclaban entre los organizadores y los voluntarios, que llevaban una distintiva remera amarilla. Luz recién había llegado desde Lima y mostraba la misma emoción que nosotros. Estaba junto a un grupo de 17 personas de la Universidad Católica de Perú. Ella tenía intenciones de venir, pero por el trabajo no podía. Recién el 24 de diciembre supo que podría viajar cuando una amiga le ofreció su paquete. “En la JMJ espero renovar mis sentimientos y tener más claro mi objetivo de vida”, dijo quien en la última visita del papa Francisco a Perú fue su guardia de seguridad.

Nuria es una de las tantas que viste la remera amarilla. Está entusiasmada por la “juventud del papa” que tiene tanto “amor” y “ganas”. Desde que supo que venía Francisco decidió ser voluntaria porque tenía un recuerdo inolvidable: la vista de Juan Pablo II a Panamá en 1983. Su función fue comunicarse vía WhatsApp con los peregrinos en las dos semanas previas para hacerles una encuesta. Durante la jornada se quedará a “apoyar” en la parroquia y el sábado y domingo irá a las celebraciones para ver al santo padre, como se le llama en la Iglesia Católica. 

Entre charlas, cantos y guitarreadas pasaba tiempo. De a poco comenzaron a llamar a mis amigos del grupo, pero yo quedé para el final. “Tu madre ya va a llegar”, me dijo la organizadora un par de veces cuando ya era el único floridense que quedaba en el lugar. Luego de algunos minutos (no sé con exactitud cuántos, pero calculo que unos 30) apareció mi “hermana” a buscarme junto a una amiga de ella y me llevaron al que será mi hogar hasta el domingo.

De repente me encontré lejos, bien lejos de casa, charlando con dos personas que, hasta hacía unos minutos, no conocía. Sin embargo, la barrera de la timidez se rompió rápido y enseguida entré en confianza con Catherine y Lorena, de 27 años. La charla no iba mucho más allá de las preguntas clásicas que se hacen al conocer a alguien extranjero: qué estudian, de qué trabajan, qué tradiciones tienen en el país. 

La JMJ todavía no había empezado. Este martes era el inicio oficial de las actividades y ahí comenzaría la aventura. Como era de esperar, nos perdimos por la ciudad. Teníamos previsto ir a un campo para confesarnos y luego ir a misa, pero calculamos mal la distancia entre los lugares. Nos tomamos un ómnibus que demoró más de lo pensado porque nos llevaba por el camino más largo; luego un metro, pero nos bajamos en una parada equivocada. Pero confiábamos que íbamos a llegar y gracias a la colaboración de los panameños, los voluntarios e, incluso, los peregrinos pudimos cumplir con lo planeado. 

Durante ese día el intercambio dejó de ser solo con los latinoamericanos y ahora era con personas de cualquier parte del mundo. Así, discutimos con argentinos sobre de dónde era el mate, charlamos con alemanes y peleamos a unos ganheses por aquél recordado partido de Sudáfrica 2010.

La misa de inauguración fue una fiesta. La música de la celebración tenía un estilo de salsa centroamericana que hacía imposible no acompañarla con palmas y bailes. El arzobispo de Panamá, Domingo Ulloa, encargado de la homilía, nos motivó y nos llenó de esperanza. Habló de que los jóvenes podemos asumir proyectos impensables, que tenemos que "armar lío" y que debemos poner nerviosos a los adultos. 

Otro día más terminaba y todos estábamos muertos de cansancio. El metro para volver tenía una cola interminable y todos estábamos sofocados por el calor del día, pero nadie se quejaba. Al contrario, teníamos energía para seguir cantando y riendo.

La JMJ continúa llena de actividades: encuentro con uruguayos, catequesis, juegos, cantos, charlas. También habrá tiempo para conocer más de la ciudad. Y todos esperamos ansiosos el encuentro con el papa Francisco, que este miércoles llegó a Panamá y este jueves celebrará su primera misa en el país. 

Nuestro grupo vive Panamá desde el 12 de diciembre de 2017. Ese día realizamos la primera actividad para recaudar fondos y poder juntar fondos. Estuvimos más de un año haciendo ventas de ropa económica, vendiendo tortas fritas, organizando matineés y desfiles, proyectando películas y vendiendo rifas. Es por eso que venir entre amigos a la JMJ para nosotros es vivir un sueño. Y por eso no dejamos de sonreír.
 

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