Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

De la felicidad y un atardecer

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05 de mayo de 2019 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:

De la felicidad y otros menesteres
 

Hace pocas semanas se realizó el superpromocionado “debate del siglo” entre dos de los intelectuales más mediáticos y controvertidos de la actualidad: el filósofo esloveno, Slavoj Zizek y el psicólogo canadiense, Jordan Peterson. 

Este dejó, a mi criterio, bastante que desear. El contenido no estuvo a la altura de la cualidades discursivas de los participantes, quienes, por otra parte, reprodujeron modos de lo políticamente correcto, juzgado por ambos como expresión de una “falsa tolerancia” y una de las formas más peligrosas de totalitarismo. 

El debate, titulado “Felicidad: Marxismo vs. Capitalismo”, no brindó ninguna idea iluminadora respecto a las bondades y maldades teórico-prácticas de los dos sistemas más antagónicos de la historia, pero sí se tornó interesante al final, cuando los debatientes desarrollaron sus reflexiones relativas al tema de la felicidad. 

Tanto Zizek como Peterson admitieron que la felicidad es un “subproducto necesario” o “efecto secundario”, algo que desciende sobre nosotros –como un “estado de gracia”– cuando nos damos cuenta de que estamos haciendo lo que debemos. “Si te enfocas en ella (la felicidad) estás perdido”, sentenció Zizek en su habitual estilo provocativo. 

Le confieso que me resultó sumamente sugestiva esta idea, que interpela incisivamente a nuestra conciencia para arrancarla de su crédulo letargo complaciente. En un mundo donde todo tiende a convertirse en mercancía disponible en anaqueles de supermercado, la felicidad no escapa de este ominoso destino. 

La felicidad es la promesa insuflada en todos los bienes de consumo; desde un iphone hasta las vacaciones en un resort caribeño all inclusive. Cuánto más inmediata la consumación de la promesa, más seductora la mercancía. No en vano las “píldoras de la felicidad” encabezan la lista de los bienes más consumidos, con un aumento de más de un 100% en los últimos 10 años. La Organización Mundial de la Salud ha declarado a la depresión como la pandemia del siglo XXI, con más de 350 millones de personas que la padecen en la actualidad.

Por esto, es de suma importancia reparar en la paradoja que entraña esta epidemia que afecta a nuestro mundo contemporáneo. ¿Cómo es posible que, ante la creciente oferta de diversidad de bienes consagrados a la satisfacción del deseo de felicidad, hayan cada vez más personas aquejadas por sentimientos de malestar, frustración y abatimiento? 

Para los antiguos griegos, la pregunta por la felicidad estaba íntimamente vinculada con la ética. Para ser feliz, el ser humano debía llevar una vida virtuosa, encaminada hacia el cultivo de cualidades morales que promueven la experiencia de bienestar. Para Aristóteles era la autorrealización, mientras los estoicos y cínicos promulgaron la autosuficiencia, y Epicuro argumentó a favor del placer intelectual y físico, acompañado de la ataraxia, o ausencia de preocupación. Ninguna de estas cualidades puede ser inoculada en un bien de consumo, ni embalada con una linda moña o un ingenioso spot promocional para ser presentada en una pantalla, vidriera o góndola de hipermercado.

Todas ellas se forjan en la adopción de una actitud comprometida y responsable, que puede dar sentido a la inevitabilidad del sufrimiento, confrontándolo y concibiéndolo como una oportunidad para el aprendizaje y la superación de uno mismo. La felicidad es algo que nos ganamos cuando hacemos lo que debemos, pero no desde el mandato impuesto por una autoridad externa y obedecido ciega e irreflexivamente. El auténtico sentido del deber para los griegos es aquel que se despliega como un saber “claro y distinto” a nuestra conciencia, resultado de un reflexionar que decanta en nuestra más profunda intimidad. Es un saber que revela un modo, una sincronía de acuerdo a la cual las cosas son como deben ser. Esto es lo que, presumo, experimentó Kant cuando justo antes de morir dijo: “Así está bien”. 

“La vida es fundamentalmente sufrimiento, pero creo que la luz que se puede encontrar es directamente proporcional a la oscuridad que uno está dispuesto a confrontar”, afirmó al final del debate Jordan Peterson. 

No sé qué opinión le merece a usted, Leslie. Yo, por mi parte, no puedo coincidir más. 

“La vida es fundamentalmente sufrimiento, pero creo que la luz que se puede encontrar es directamente proporcional a la oscuridad que uno está dispuesto a confrontar”, afirmó al final del debate Jordan Peterson. 

 

Un atardecer en Nueva York

Por Leslie Ford, del Trinity College en Oxford, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magdalena:

 

Comentaré sus sensatos pensamientos con dos citas que ayudarán a considerar el tema que usted plantea: que la felicidad no es un bien de consumo, una lata que sacamos de una máquina expendedora a cambio de dinero. Podemos esperar que venga, como un don, pero no como un resultado. Y añadiría: ni siquiera como el efecto adecuado de una acción. ¿No cree usted que sería muy triste que la felicidad fuera algo demasiado adecuado, que careciera de cierta inconveniente excesividad? Porque, si algo sabemos, es que la felicidad tiene mucho que ver con el amor; y el amor es siempre excesivo y, por eso quizás, lo único realmente digno del hombre en este mundo sublunar. 

Así como un cuadro impresionista se torna ininteligible cuando nos acercamos demasiado a él, así se desvanece la felicidad cuando buscamos adecuarlo a esta o a aquella nota que a veces nos parece escuchar cuando nos creemos felices. Dice Shakespeare en su Soneto 18: Shall I compare thee to a summer’s day? (¿está la felicidad siempre asociada a un día de verano?). Sabemos que la respuesta es no. Pero saberlo no nos ayuda a resolver el problema de la felicidad pues, como dijo Rupert Brooke, “a este lado del Paraíso, poco consuelo da el saber”.

La primera cita con la que la he amenazado es de J.D. Salinger, y suelo llevarla cosida en la parte interior de mi saco de tweed. Habla de no obsesionarse con tener la posesión de la pelota. Pues la obsesión es incompatible con la esperanza.

“Un día, hacia el final de la tarde, durante ese cuarto de hora un poco espeso en Nueva York en que acaban de encenderse los faroles de las calles y se encienden las luces de posición de los coches –unas sí y otras no– , yo estaba jugando a las bolitas con un chico llamado Ira Yankauer… Aplicaba la técnica de Seymour, o trataba de aplicarla… y perdía constantemente. Constantemente, pero sin sufrir. Porque en ese mágico cuarto  de hora, cuando pierdes bolitas, simplemente las pierdes. Creo que Ira también estaba suspendido en el tiempo, y si era así, todo lo que ganaba eran bolitas. En ese silencio, en total armonía con él, me llamó Seymour. Fue un choque agradable darse cuenta de que había un tercero en el universo, y a este sentimiento se agregó la justeza de que fuera Seymour. Me giré por completo y sospecho que Ira también. Las bombitas brillantes de la marquesina de nuestra casa acababan de encenderse. Seymour estaba parado en el cordón de la vereda, mirándonos, hamacándose sobre los arcos de sus pies, con las manos en los bolsillos de su abrigo forrado de piel de cordero... Por la forma de hamacarse en el cordón de la vereda, por la posición de las manos... supe entonces, como lo sé ahora, que él también tenía una inmensa conciencia de la hora. 

¿No podrías tratar de no apuntar tanto? –me preguntó, siempre de pie, allí–. Si le das cuando apuntas, será pura casualidad.

¿Cómo puede ser casualidad si apunto?, le respondí en voz no muy alta (a pesar del subrayado), pero con algo más de irritación en la voz de la que realmente sentía. No dijo nada por un momento, siguió hamacándose sobre el cordón, mirándome, lo supe de un modo imperfecto, con cariño. 

Porque es así, dijo. Te alegrarás si llegas a darle a la bolita, ¿no es cierto? ¿No es cierto que te alegrarás? Y si te alegras al acertarle a la bolita de alguien, quiere decir que en el fondo no tenías mayores esperanzas de conseguirlo. Así que tiene que haber algo de casualidad, tiene que ser bastante accidental.”

Una cita tan larga no debería requerir glosa, ni siquiera la que pudiera hacer yo. Pero lo que le está vedado a un viejo bibliotecario, quizás le esté permitido a Saint-Exupéry, pues los muertos, sobre todo si son maravillosos escritores, tienen sus privilegios. Creo que, al leerla, estará usted de acuerdo en que el francés añade una nota pertinente, al señalar que no es posible alcanzar la felicidad en solitario. Y que, si para recibirla hemos de estar un poco distraídos de nosotros mismos (no apuntar tanto), nada mejor que estar pendientes de las necesidades de quienes nos rodean.

“Y si me preguntas: ¿Debo despertar a este, o dejarlo dormir, para que sea feliz? Te responderé que nada sé de la felicidad… Pero, si hubiera una aurora boreal, ¿dejarías dormir a tu amigo?”.

 

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