Por Gustavo Toledo
Esta mañana, en un pequeño comercio al que fui a hacer algunas compras, un joven más bien callado pero de ojos vivaces al que conozco desde hace mucho me dirigió la palabra por primera vez fuera del vínculo habitual entre empleado y cliente: “¿Usted es profesor, no?”. Y sin mediar ni un segundo, me soltó: “¿Qué va a pasar?”. Como si yo, por el solo hecho de ser docente, supiera algo que él desconocía. Me sorprendió. Intenté transmitirle calma, que es lo que más se necesita en este momento y lo que primero entendí que estamos obligados a practicar y transmitir en situaciones complicadas, como accidentes o quebrantos de salud. Luego intenté explicarle que, a mi juicio, estamos en la periferia del huracán y que aún falta mucho para entrar en él y más aún para salir. Que esto va requerir mucha paciencia y responsabilidad… ¿Qué más?
Volví a mi casa pensando en que en estas horas oscuras, al igual que los médicos, enfermeros, policías y soldados que servirán de dique de contención a esta nueva peste negra, nosotros, los docentes, en la retaguardia, tenemos un deber inexcusable para cumplir. El de transmitir tranquilidad, sembrando al mismo tiempo el deseo de saber y la siempre necesaria empatía; o, lo que es lo mismo, el de alentar la reflexión fecunda que nos salve de sucumbir a los cantos de sirenas emanados desde los más variados orígenes, que alimentan el miedo, la desesperación y la locura.
Gracias a ese joven, terminé de entender que ese es nuestro deber; el de ayudar a entender la excepcionalidad de un fenómeno disruptivo, que, por su complejidad y extensión, no se parece a ningún otro, y que, naturalmente, nos genera angustia y desconcierto, como cualquier abismo al que nos asomamos por primera vez, pero al que debemos responder anteponiendo la razón al impulso, la generosidad al egoísmo y la solidaridad al sálvese quien pueda.
Es posible que el mundo que habitemos tras esta peste sea muy distinto al que hoy conocemos, tanto desde el punto de vista político como económico, pero sobre todo en el plano de las relaciones humanas y la percepción del otro. Por lo que, como obreros del conocimiento y la esperanza (¿qué otra cosa es un maestro o un profesor si no eso?), tendremos la responsabilidad de seguir reivindicando la alegría, de insistir en la importancia de aprender de nuestros errores, de rescatar la ejemplaridad de aquellos que priorizan el interés general al propio y el de estimular la libertad como fuerza creadora.
Como en “La Peste” de Albert Camus, al que muchos –con acierto- han vuelto a leer por estos días, lo esencial para combatir la plaga es la “decencia”.
Por eso, invito a mis colegas y a todos aquellos que dedican su vida a la actividad intelectual (escritores, periodistas, filósofos, científicos, artistas, etc.) a cumplir con nuestro deber. A no sumarnos al coro de opinólogos y catastrofistas que pululan en las redes. A ayudar a pensar. A combatir la superstición y el miedo. A preservar la fe en el conocimiento y el progreso humano. A decir no sé y paliar esa angustia con lectura y reflexión. A sumar un poquito de luz, con humildad y apertura intelectual, tratando de convertir la incertidumbre que nos abruma en una oportunidad de aprendizaje social y personal.
Después de todo, docencia y decencia son algo más que palabras similares; en el fondo, son lo mismo. Y confluyen sobre nuestros hombros como una responsabilidad antigua y sagrada.
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