A mediados del siglo pasado, nuestra familia abandonó San Isidro, en Argentina, y nos fuimos a vivir a un apartamento en pleno Buenos Aires. Yo ya había terminado el liceo y se me dio por estudiar la carrera de Derecho. Eran tiempos de confraternidad. Mamá era elegante. Cuando salía a la calle se vestía siempre con discreción. El sombrero estaba de moda en damas y caballeros. Buen semblante y buen vestido, abren siempre puertas principales. Por mi parte, y en pleno verano, apenas levantado, salía a correr por las calles desiertas de nuestro nuevo barrio.
Pero sucedió que una mañana, al pasar frente a un automóvil estacionado, una voz mandona me dejó paralizado: “Señor, ¿a dónde va así, casi desnudo?”. Le respondí que era mi costumbre salir a correr para empezar el día y luego tomar el desayuno. Una respuesta fuerte salió desde el auto estacionado: “¿Usted no sabe que no se puede salir a la calle como usted lo está? Señor, usted está ofendiendo la moral del barrio”. Me mordí la lengua. El funcionario municipal, que eso era el que me hablaba, llamó a su secretario y dijo: “A ver qué hacemos con este ciudadano”. El futuro abogado sabía responder. “Señor, no estoy desvestido o desnudo”. Siguió la arenga de la moral y al final pidió al secretario me permitiera seguir mi camino. Como persona educada, extendí mi mano y dije un “gracias”. “¡Qué gracias, chiqulín, ni ocho cuartos. Tuviste suerte porque estoy de buen humor...”.
El muchacho se fue a su casa y bebió rápidamente una taza de café. Los orientales no cultivamos el rencor.
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