Por Carolina Anastasiadis
Entre las dos y las tres de la tarde, unos pajaritos revolotean en la ventana de la cocina. Los escucho, cantan. Creo que siempre lo hicieron, pero hace pocos días que presto atención. “Shhh, ¡escuchen!” les digo a Alfo y a Fran. Miran atentas hacia la ventana pero no hay nada. “No miren, ¡escuchen!”, insisto. Se acercan despacito, con las manos en las orejas como queriendo agudizar el oído y logran escuchar el alboroto. “¿Nos cantan a nosotras, má?”. Me río. Por dentro, me regocijo del descubrimiento y de haberlo compartido.
Desde que nos mudamos y podemos ver el mar también buscamos adjetivos para el agua cada mañana. “¿Cómo está el mar hoy?”. Mi pregunta abre el juego mientras la chiquita de tres años apenas puede abrir los ojos ante tanta luz y la grande mira con cara de “no me molestes tan temprano”. “¡Está picado!”, dice Fran que mira con medio ojo abierto. “¡No! Está con olas”, pelea la mayor. Y yo lo disfruto. Las disfruto.
Estos días vengo con una idea rondando en la cabeza. Creo que los años me han ayudado a vivir mejor y que son mis hijas quienes empujaron ese cambio. Sé que puede sonar raro decir que el tiempo me vino bien cuando todas sabemos que la piel se arruga, el pelo se afina (¡o se cae!….bueno, todo se cae) y, que pos 30 y un par de hijos arriba, no importa el training que tengamos, una trasnochada nos cuesta una semana. Pienso igual que los años nos acercan a experimentar la vida con mayor intensidad y que hoy, a mis 37 años, mis hijas me están enseñando a vivir más fuerte.
No es este el lugar para ahondar en conceptos filosóficos pero esto me hizo acordar a un texto que leí de Nietzsche hace años y ahora resignifiqué. Él habla de “Los tres estados del espíritu”. Afirma que en su evolución, el humano pasa de niño a camello, de camello a león y finalmente de león a niño otra vez.
Tiene sentido. Disfrutamos la infancia y a medida que crecemos nos vamos transformando en camellos. Cargamos. Nos cargamos con el deber ser, de mandatos culturales, sociales, heredados; estudiamos, nos casamos, trabajamos, tenemos hijos. Cuando hicimos todo lo que “debíamos” hacer, entonces nos transformamos en “león”, y nos dedicamos a resistir con fuerza todo lo que nos amenaza, nos endurecemos, gruñimos y mostramos los dientes. Hay que sostener lo logrado.
Si pudimos tomar los aprendizajes de las etapas anteriores, entonces llegamos a la mejor: volvemos al origen y entendemos que los niños son grandes maestros. A los 30, a los 50 o a los 80. Cuando toque. Ellos saben vivir livianos, se ríen más que nosotros, juegan a diario, aún se asombran –con los pajaritos de la ventana-, se guían más por cómo se sienten que por lo que les dicen que deben sentir, son más auténticos, llevan consigo la alegría implícita de la libertad… y hay un largo etcétera con el que podría llenar hojas.
Conocí el texto de Nietzsche hace mucho, pero lo sentí de verdad una tarde reciente, tras horas eternas haciendo un gran collage en el living de casa. Descubrí ahí que si me dispongo a jugar, puedo tocar los momentos y agarrar el tiempo, y la vida se vuelve mucho más rica. Más vívida.
Ayer me puse a tomar nota de algunas cosas que aprendí de mis hijas además del collage. Unas ya están aprendidas, con otras vengo en proceso. Aquí van:
Podés leer más sobre estos temas en el blog Mamás Reales.
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