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Dios salve a la reina

La monarquía británica es una puesta en escena y entre bambalinas se desarrolla un reality show. Lo demás es ficción
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22 de diciembre de 2019 a las 05:00

Si hay algo que se aprende al mirar las series de ficción y documentales que ofrece Netflix sobre la corona británica es que la reina Isabel ha intentado siempre estar a la altura de su destino, cumplir sus designios sin intentar liberarse de esa jaula de oro que es la monarquía. 

Pues es un destino curioso. La monarquía durante el siglo pasado y el actual es una institución simbólica que le da, a esa alianza de islas del Atlántico Norte, un halo de prestigio forjado en centurias, con recuerdos de gloria de dominio universal. 

Es algo que por estos lares conocemos y disfrutamos con la selección uruguaya de fútbol, con sus cuatro estrellitas en la camiseta y sus relatos épicos conocidos en todo el orbe. De la misma manera, el fasto y la pompa británica representan cosas, pero no son nada en sí mismos.

Los castillos y palacios a través del reino son habitados o usados de forma ceremonial por los cortesanos, en tanto que el público británico los disfruta como un gran museo vivo. Todo el lujoso ceremonial se despliega ante los dignatarios extranjeros y también es presenciado por espectadores en todo el orbe. 

Cada vez que algún pariente cercano de la reina se casa, es ocasión de mostrarle al mundo que el Reino sigue Unido y mantiene el esplendor que tuvo cuando eran imperio.

La reina ocupa el trono desde hace ya 67 años y lo hace con toda la dignidad del caso, con una sola consigna: sobrevivir. El propósito de la propia existencia de la monarquía es intangible. No tiene poder de decisión sobre ninguna materia en el reino y sí tiene ciertos deberes diplomáticos, que los monarcas y sus familiares deben cumplir. 

A cambio, se les permite vivir una vida de lujo supremo y se les asigna una dignidad social privilegiada, una aristocracia que heredan de aquellos reyes del pasado que reinaban de verdad. 

Una mayoría de los súbditos están de acuerdo en financiar todo eso. Sienten que es un lujo que se pueden dar y que el último fiscal, según Forbes, costó US$ 86 millones, contando los $ 3 millones que costó la renovación del Frogmore Cottage, la residencia oficial del príncipe Harry y su esposa Megan Markle, a pesar de que el inmueble fue un regalo de la reina Isabel II. 

Grupos republicanos entienden que la cifra real es unas cinco veces mayor: unos US $ 400 millones por año, y que ya es hora de que se acabe esa fiesta anacrónica y antidemocrática.

Esta última opinión, la de que la monarquía es antidemocrática, choca con lo que reflejan las encuestas de opinión: más del 70 % de los consultados se ha mostrado favorable a la monarquía en la encuestas realizadas en los últimos 25 años. La última de Ipsos Mori señala que el 76% de los británicos está a favor.

Pues la monarquía británica está de moda en Netflix, con varias series que se ocupan del tema, tanto desde la ficción como desde el documental.

La más famosa es The Crown, una serie propia de Netflix muy vista dentro y fuera del reino, y la preferida de la propia reina, si hemos de dar crédito a lo que dicen las revistas especializados en el tema.

Es muy interesante contrastar todo ese glamour con el documental The Royal House of Windsor, que aborda el mismo período. Allí aparece la decisión del príncipe Felipe, el duque de Edimburgo, aprobada por su esposa, la reina Isabel II, de hacer entrar a las cámaras de la BBC al palacio de Buckingham con el objetivo de humanizar a la familia real frente al gran público.

Una vez que las cámaras entraron en escena ya no salieron más y no fue solo el lado luminoso y chic de la corte, sino las cámaras detrás de las cámaras, en un juego de muñecas rusas donde los personajes reales viven una vida de ficción retratada por la ficción y también por el documental. Y casi todos están de acuerdo en que el show debe continuar. 

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