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El encanto de la excepcionalidad uruguaya

A pesar de los pesares, el país se ha mantenido al margen de los fuegos que consumen a América Latina
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27 de octubre de 2019 a las 05:00

Grandes olas de insatisfacción han recorrido el mundo en estos tiempos: desde Hong Kong a Barcelona, desde el mundo árabe a Francia, de Santiago a Caracas, de Nicaragua a Ecuador. Los dos vecinos, Argentina y Brasil, se consumen en sus frustraciones, y México parece un Estado fallido. Hay diferencias caso a caso, por cierto, y motivaciones peculiares. Pero una parte del malhumor universal responde a la enorme brecha entre las expectativas enormes y las realidades mediocres. Esa brecha se pone de manifiesto ahora con más facilidad que nunca antes en la historia, debido a las comunicaciones masivas e instantáneas.

La disconformidad en Uruguay se expresa básicamente dentro del sistema político. Esa contrariedad está en la base de fenómenos como Cabildo Abierto, el nuevo partido de derecha conservadora; o en la voluntad de una parte significativa de los uruguayos de reformar la Constitución en procura de mayor seguridad ante el delito (aunque finalmente la reforma no se apruebe, por falta de músculo militante).

Nada asegura que la relativa excepcionalidad uruguaya sea inmune a la frustración, los fracasos o las tentaciones populistas y antisistema. De hecho, los uruguayos desfilaron por las horcas caudinas, el paso bajo el yugo, no hace demasiado tiempo, y por responsabilidades más generalizadas de lo que suele admitirse.

El presente período de casi 35 años de vigencia ininterrumpida del sistema democrático liberal es el más largo de la historia uruguaya. Cualquier olvido o negligencia generalizada pueden arruinarlo. La historia es una sucesión de glorias y miserias.

El país padece una creciente fractura, que se expresa en asentamientos miserables esparcidos por doquier; en una brecha cultural demasiado ancha; en el conservadurismo e ineficacia de ciertas instituciones públicas; en legiones de jóvenes que no acceden ni accederán jamás a trabajos dignos; en los abusos de poder; en la demagogia de las respuestas sencillas a problemas complejos, particularmente en estos tiempos electorales.

Desde la reforma de la Constitución de diciembre de 1996, que rediseñó el sistema electoral, el mapa político se dividió en dos bloques de peso similar.

En las elecciones nacionales de 1999 el Frente Amplio, ya convertido en primera fuerza, fue vencido por el bloque opositor. Pero a partir de 2004 obtuvo tres triunfos holgados. Ahora la balanza parece haberse corrido hacia el centro-derecha, emparejando la competencia.

Los adherentes incondicionales del Frente Amplio sienten que están en el mejor de los mundos posibles, aunque requiera correcciones. También perciben un firme repunte de su coalición de izquierda, en las encuestas y en las calles, que les devolvió la esperanza de un cuarto triunfo consecutivo.

Buena parte de la oposición cree que el ciclo frenteamplista se ha agotado, por falta de audacia y por sus diferencias internas, y que –sin timonel– el país deriva lenta pero seguramente rumbo a un iceberg.

El optimismo opositor se suavizó en las últimas semanas: por el escándalo del intendente de Colonia, por el repunte del Frente Amplio según las encuestas, y por la fragmentación del sistema político.

Los más ilusionados, al menos en esta instancia, se ubican en los extremos del menú político. Las encuestas muestran una caída de la intención de voto por los tres partidos principales respecto a 2014, y una arrolladora emersión de Cabildo Abierto.

El novísimo partido del general Guido Manini Ríos parece una versión criolla, más pequeña y comedida, del auge de los populismos de derecha en muchas partes del mundo, en línea con el relativo descrédito del sistema liberal.

El Partido Comunista, cuya influencia política trasciende con holgura su peso electoral, debido al control de buena parte de los sindicatos, también espera un gran éxito mañana. La apertura de las urnas podría poner de manifiesto uno de sus mejores registros históricos, tal vez cercano al de 1989, cuando obtuvo el 9,7% del total de votos válidos, justo cuando caía el muro de Berlín.

El Frente Amplio mantiene una holgada supremacía, pero los principales partidos de oposición sumados –blancos, colorados y cabildantes– lo superan, según las encuestas.

En los últimos 20 años, entre la primera y segunda vuelta electoral, la izquierda solo agregó entre 9 y 14% a su caudal inicial, por lo que estará en serios problemas si mañana no alcanza al menos 43 o 44%. (En segunda vuelta alrededor de 5% vota en blanco o anulado, por lo que se podría ganar el balotaje con un respaldo de solo 47,5%).

Y el nacionalista Luis Lacalle Pou, que puede apelar a la “familiaridad ideológica” de los partidos opositores, no lo tiene fácil con algún núcleo duro de colorados, reacios a votar a un nacionalista, y con otros sectores más pequeños pero decisivos.

Nadie podrá gobernar sin una alianza o coalición mayor: ya sea formal, o bien caso a caso, según la ley que se discuta. Este ha sido un tema dominante, y lo será aún más a partir de la semana que viene, rumbo al balotaje.

El empleo, la rentabilidad de las empresas pequeñas y la seguridad pública parecen ser los factores decisivos.

Pero las diferencias entre los dos bloques no son radicales. Ocurre que muchas veces están de acuerdo en los objetivos, aunque discrepen sobre los instrumentos y las personas.

Un peso relativo muy alto del Partido Comunista puede hacer derivar al Frente Amplio hacia la izquierda y restarle apoyos en el centro, en tanto Manini Ríos puede empujar a una coalición opositora hacia la derecha.

Hay tolerancia en las calles y en los hogares, pese a la ansiedad de la hora. No hay dos bandos como los descriptos por García Lorca, ni ha llegado la hora de la sangre, como ocurrió en el pasado. El próximo gobierno, cualquiera sea, deberá colaborar para que ese espíritu se mantenga, y para que los orientales conserven cierta excepcionalidad en América Latina: tan cerca y tan parecidos y, a la vez, un poco distintos.

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