Uruguay es reconocido en el exterior por su estabilidad política y la calidad de su democracia. La crisis económica-financiera que nos golpeó en 2002, de una inusitada ferocidad, en la mayoría de los países de América Latina hubiese desembocado en la renuncia del presidente y la convocatoria a elecciones anticipadas como ocurrió en la Argentina del exmandatario Fernando de la Rúa, de un trágico final, asediado por graves problemas y una oposición peronista al acecho, alimentando el malestar social.
Pero en nuestro caso, podemos mostrar con orgullo que el presidente Jorge Batlle completó su mandato y le colocó la banda a su sucesor Tabaré Vázquez, lo que significó, además, un inédito cambio de signo político en el ejercicio del poder, muy saludable para la democracia.
Pero la democracia requiere de un cuidado permanente. Como cualquier ser vivo, necesita de ciertas condiciones para un desenvolvimiento vivaz. Y no está blindada por una conducta de madurez cívica de hace ya 17 años. Depende del examen permanente de sus instituciones, del respeto al estado de derecho, de la aceptación de buena manera de las reglas de juego democrático. Y ello requiere de un sistema político y de una sociedad civil que actúen como guardianes de una democracia que se puede ir horadando de un modo imperceptible, pero peligroso.
Los estudios de opinión pública del Latinobarómetro muestran desde hace tiempo el deterioro democrático de los países de la región, incluso de Uruguay que integra el grupo de países de mayor cultura cívica.
El contexto general de caída en la consideración pública sobre la democracia en la región, según Marta Lagos, directora del Latinobarómetro, se refleja en el generalizado malestar que hoy se cristaliza en las protestas callejeras en varios países latinoamericanos. El enojo de la gente es por un mal desempeño de los partidos para resolver los problemas reales de la gente, de una crisis de la representación política y la “poca fe” de la opinión pública en las instituciones, explicó en una entrevista en el diario colombiano El Espectador.
Uruguay no está inmune a los males que sufre buena parte de la región.
Por eso es que nos preocupan los mensajes de políticos de izquierda, sindicalistas o referentes de la cultura con augurios apocalípticos en el caso de que el candidato blanco Luis Lacalle Pou gane el balotaje como coinciden las encuestas, después de tres períodos consecutivos de gobiernos del Frente Amplio. Nos preocupa que terminen siendo funcional a la justificación de la protesta permanente –o incluso de revueltas sociales– que no solo perjudicarían al próximo gobierno sino a todo el país.
Por eso también aplaudimos el oportuno mensaje del expresidente José Mujica, este martes, en el programa de radio Doble Click: “Si nos toca ser oposición lo seremos, pero no esperen que vamos a estar con una piedra en cada mano. Los intereses del país están por delante. No quiero un país partido en dos, tiene que haber puentes, intercambios”.
Hace muy bien Mujica en revindicar una “oposición constructiva” en el caso de que su fuerza política pierda en el balotaje. La polarización y la detonación de los caminos de entendimiento solo alimentan la protesta social como la que hoy hace tambalear a gobiernos de todos los signos políticos.
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