Uno de los efectos profundos que esta pandemia viene causando, es el de un súbito y despiadado aplanamiento de nuestras expectativas de futuro como sujetos económicos. Hasta inicios de este 2020, nuestro mundo era una nave manejada por una elite de navegantes, que nos llevaba a velocidades cada vez más vertiginosas, hacia un destino virtuoso, al menos, en el promisorio discurso de la aceleración tecnológica. En el horizonte de este proceso, emergía algo que sonaba y lucía muy parecido a una forma de utopía. La expansión digital comprime cada vez más las distancias y el tiempo, en una conectividad que consolidaba a la globalización, unificando al planeta en una cuasi homogeneidad cultural y económica, en términos de amplia oferta y demanda. El avance de la inteligencia artificial constituía a la vez, una panacea para el capitalismo industrial del siglo XXI, a pesar de su amenaza a la seguridad laboral y a la estabilidad social como su consecuencia. A su vez, la economía mundial parecía imparable, a juzgar por el comportamiento de ciertos indicadores, como la bolsa de Nueva York, la evolución del empleo en los Estados Unidos y el aun sostenido impulso del comercio internacional.
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