El imperio de los sentidos

Uno de los principales problemas que presenta la literatura japonesa para el lector extranjero es la multiplicidad de voces que se contradicen, lo que no permite formarse una idea cabal del país y su sociedad. En nada se parece el Japón de Kawabata al de Mishima, Tanizaki, o al del popular Murakami. Hasta el gran Akira Kurosawa iba y venía en el tiempo, intentando capturar el esquivo espíritu nipón en cada película.

Lo mejor en estos casos suele ser recurrir a fuentes externas autorizadas, como es el caso de Amelié Nothomb, japonesa de nacimiento y belga de adopción, que con su pluma desenfrenada los juzga siempre con severidad, aunque con ternura. La otra posibilidad es seguir leyendo autores japoneses para agregar más piezas al puzle.

A Hiromi Kawakami se la promociona en Occidente comparándola con Murakami. Nada más alejado de la realidad. El cielo es azul, la tierra blanca cuenta una historia sencilla, sin ningún artificio, y describe en detalle varios aspectos de la cultura tradicional japonesa.

Si algo hay que encontrar que tengan en común los dos autores sería la tendencia al melodrama. Ese ahogarse en un vaso de agua que parece ridículo visto de afuera; esa dificultad para explicar lo que están sintiendo los personajes más allá de que se tapen con una manta y miren llover por la ventana de su diminuto y solitario apartamento.

En el caso de la novela de Kawakami lo cursi y trasnochado se ve en los diálogos entre los dos protagonistas y también en la repetición de preguntas que se hace la mujer a cada rato. Frases del estilo de: ¿Qué hacía yo allí?, ¿Qué sentía en realidad en aquel momento?, ¿Qué clase de vida había llevado hasta ahora?, ¿Por qué no me sentía a gusto?. Preguntas que, obviamente, quedan sin respuesta.

Por suerte la novela también tiene sus virtudes, extrañas, pero virtudes al fin. Hay a lo largo de todo el libro varias situaciones originales, escenas como al pasar que resultan eficaces. Hay una búsqueda de hongos en la montaña que termina con una intoxicación fantástica; hay un picnic de exalumnos y profesores, multitudinario pero terriblemente íntimo; hay una visita al apartamento del profesor donde se revela que colecciona las pilas que otrora movían sus juguetes.

Y está, claro, la historia de amor entre el profesor de 70 años y la exalumna de 38 años, dos seres muy solitarios que encuentran en el otro la oportunidad de ser algo más que solo ellos mismos. Se agradece también el recato de la autora en cuanto al erotismo, donde se muestra romántica, sensible y misteriosa. Es alusiva y no explícita.

En el fondo son dos alcohólicos que se reencuentran por casualidad años después de que Tsukiko termine sus estudios. Los encuentros, al principio fortuitos y luego buscados, son en su mayoría en bares y tabernas donde los protagonistas beben como cosacos.

Curiosamente, lo mejor de la novela no está en la relación entre los dos protagonistas principales, sino en los capítulos donde la mujer debe lidiar con un nuevo pretendiente, a todas luces mucho más adecuado para ella que el anciano profesor.

La llegada de ese hombre del pasado, un excompañero de clase, pone en marcha varios mecanismos psicológicos de insospechadas consecuencias. Hay en el cortejo de ese hombre a Tsukiko, en las dudas de ella, en su parcial entrega y posterior rechazo, una naturalidad absoluta que eleva la novela y la saca de la simple anécdota.

Como todo libro japonés, El cielo es azul, la tierra blanca, no es para cualquiera. Pero se lee de un tirón y deja en la memoria un par de escenas muy logradas.