Un frío día de otoño, Catherine Thomson Hogarth recibió una carta escrita por su marido y fechada el “Martes de mañana, 15 de abril, 1851”, decía: “Mi muy querida Kate: Observa ahora, debes leer esta carta muy lenta y cuidadosamente. Si te has apresurado hasta el momento sin comprender (aprehender algunas malas noticias), confío en que vuelvas y leas otra vez. La pequeña Dora, sin sentir el menor dolor, se ha enfermado repentinamente. Se despertó de un sueño y en un momento se la vio muy enferma. ¡Presta atención! No te engañaré. Creo que ella está “muy” enferma. No hay nada en su apariencia sino un descanso perfecto. Se supondría que ella está tranquilamente dormida. Pero estoy seguro de que está muy enferma y no puedo alentarme con muchas esperanzas de recuperación. No puedo, ¿y por qué debería decirte que sí, a ti mi querida? No creo que su recuperación sea probable. Me gusta salir de casa, no puedo hacer nada bueno aquí, pero creo que es lo mejor quedarme. No te hace sentir bien estar lejos, lo sé, y no puedo reconciliarme conmigo por mantenerte alejada. Forster, con su habitual afecto por nosotros, ha ido a llevarte esta carta y a traerte de regreso a casa, pero no puedo concluirla sin requerirte y suplicarte de la forma más firme, que vengas con perfecta calma para recordar lo que a menudo te he dicho, que nunca podemos esperar estar exentos, en cuanto a nuestros muchos hijos, de las aflicciones de otros padres, y que si –si– vienes, debería incluso decirte, “Nuestro pequeño bebé ha muerto”, debes cumplir con tu deber con los otros y mostrarte digna de la gran confianza que tienes en ellos. Si solo pudieras leer esto paulatinamente, tengo la confianza perfecta de que harás lo correcto. Siempre cariñosamente, Charles Dickens”.
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