De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford
Estimado Leslie:
De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford
Estimado Leslie:
Quisiera aprovechar este fecundo intercambio de ideas para compartir con usted una inquietud que me incordia desde hace varios días ya. Todo comenzó con un concierto dado en nuestro país por un compatriota suyo, Roger Waters, el afamado miembro fundador de la gloriosa banda de rock Pink Floyd.
Tengo un amigo que asegura poder identificar almas afines en aquellas personas que disfrutan de escuchar la misma música que él, y siempre encontré fascinante esa forma emblemática de fraternizar con otros. Así, aunque nuestra simpatía se nutre de la afición que ambos profesamos por la filosofía, me gustaría que me contara algo acerca de sus preferencias musicales. Por mi parte -y como viene al caso- la música de Pink Floyd me ha conmovido siempre, desde aquel disco de vinilo de “The dark side of the moon” con un prisma refractando luz, hasta “Is this the life we really want?” sonando en Spotify hoy.
La extraordinaria combinación de rock sinfónico –que es literalmente música para mis oídos- con el sugestivo contenido plasmado en la poesía de sus canciones me ha convertido, irremediablemente, en una auténtica “fan” de Pink Floyd. Tanto que en mis clases de Filosofía aliento a los alumnos a escuchar su música y a elegir una canción para analizarla filosóficamente. La razón de este ejercicio está expresada en la intuición de Beethoven, “La música supone una revelación más alta que cualquier filosofía”. Esa altura a la que nos eleva al música, como el arte en general, y a la cual no acceden las alas que nos da la filosofía, está atravesada por el poder alusivo de la metáfora. Porque mientras la filosofía analiza racionalmente buscando explicar, el arte presenta o sugiere, estimulando en nosotros la disposición a interpretar. El arte nos revela la complejidad, pero no para sucumbir en ella, sino para encontrar ahí la claridad que concilia las interpretaciones diversas.
No quiero aburrirlo con mis reflexiones acerca de los gozos y gracias del arte, por lo que volveré al incidente que motiva mi carta: el espectáculo de imágenes, luces y sonido, junto a la belleza de la música, fue una experiencia magnífica. Sin embargo –y para mi sorpresa- durante el concierto sentí una cierta incomodidad que fue in crescendo hasta decantar cuando se prendieron las luces al final de “Comfortably numb”. Fue entonces que mi hijo de catorce años dijo: “La música fue buena, pero no entiendo el por qué de tantas imágenes y mensajes políticos”. En ese momento recordé la reacción indignada de Nietzsche durante el festival de Bayreuth, al ver que la música de su admirado Wagner había sido mutilada al barajarse con la prosa de la ideología. Y sentí lástima. Y también rabia. Porque entendí que es muy probable que mi hijo ya no encuentre en la música y versos de “The Wall” un incentivo para cuestionarse y examinar los muros que encierran a los prejuicios y creencias arbitrarias que amparan a los grandes ídolos. Porque para él, en la música de Pink Floyd, ya está casi todo dicho….
Roger Waters no entendió que su obra habla por sí sola, y que justamente por eso es potente y cautivadora. Se impuso sobre ella y se expuso en demasía. Como los cerdos de la granja de Orwell, en su discurso ilusoriamente liberador se adivinaba la vanidad encubierta y ensañada por el efecto del poder corruptor: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.
Nietzsche aconseja separar al artista de su obra, pero esto fue imposible el sábado pasado. Como el dictador de “In the flesh”, entre eslóganes ambiciosos, arengas en un inglés cerrado (que, claro está, no todos entendieron) e imágenes rimbombantes, Waters animó el resentimiento, la segregación y el ostracismo. El mismo que otrora cantó por la resistencia al imperio inconsciente del dogma, se exhibía ahora como un auténtico heraldo del populismo.
Una vez más estoy con Nietzsche: en un mundo cada día más fragmentado por “verdades” disonantes, tenemos arte para no morir confinados intramuros. Por eso los artistas, con los aplausos, reciben el peso de una profunda responsabilidad. Pero Roger Waters, esta vez, no estuvo a la altura de su música. No, no lo estuvo.
Roger Waters no entendió que su obra habla por sí sola, y que justamente por eso es potente y cautivadora.
De Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, para Magdalena Reyes Puig
Estimada Magdalena:
Hay textos que han sido citados en exceso. Pero no se me ocurre mejor manera de acompañarla, en su comentario sobre el concierto de mi compatriota Roger Waters, que no sea reincidiendo yo mismo en aquello que critico.
Borges fue un maestro en descubrir y describir las distintas capas que conviven en un mismo hombre. Introduciendo su poema “Límites”, famosamente dice: “En mi opinión, pero no hay razón alguna para que la opinión del poeta valga más que la de los lectores, este poema es el mejor -o mejor dicho, el menos malo- de los míos”. No quiere que nadie piense que el Borges artista tiene privilegios que lo sitúan sobre el Borges lector; ni que, en este plano, cualquier lector sea menos que él mismo.
En el hipercitado texto al que me refería, y que lleva por título “Borges y yo”, el autor ha caído en la cuenta de que existen dos Borges:
El primero es la persona privada que camina por Buenos Aires, que se detiene “acaso ya mecánicamente para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel” y al que le gustan “los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson”.
Del otro, del segundo, del escritor conocido de todos, se tienen “noticias por el correo” o al encontrar su nombre “en un diccionario biográfico”. (Como si el autor the The Wall leyera asombrado en El Observador que un tipo llamado Roger Waters ha dado una charla en la sede de Pit-Cnt). A diferencia del primero, el segundo ejerce de Borges “de un modo vanidoso”, convirtiendo todo “en atributos de un actor”.
Pero el Borges privado sabe que el otro es el que ha de prevalecer: “sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro”. En los libros que ha escrito. Y sin embargo, se reconoce menos en esos libros “que en muchos otros, o que en el laborioso rasgueo de una guitarra”. Él mismo ha tomado distancia de su obra, la siente ajena. “Así… todo lo pierdo y todo es del olvido”.
Imagino que al Sr. Waters le ha debido de pasar algo parecido. A usted que es fanática de Pink Floyd, puede parecerle imposible; pero quizás el Sr. Waters -un ser humano con una concreta historia personal, por debajo de su música- está harto de ser “Roger Waters, el de Pink Floyd”. Como Borges, quizás se reconoce menos en sus propios discos “que en muchos otros”.
Pero, quizás también, el Sr. Waters no ha encontrado el modo de separarse de Roger Waters. O no acierta a saber quién de los dos Waters está insultando a Trump, y quién está cantando Money, sobre el escenario.
Para mí está claro que la inmensa mayoría de los fanáticos de Roger Waters no pagaría un penique por conocer lo que el Sr. Waters piensa sobre Trump o el conflicto palestino-israelí -cuánto menos la fortuna que saldrá hoy en día comprar una entrada para sus conciertos. Pero es una hipótesis plausible, siguiendo esta línea de razonamiento, que el Sr. Waters -un ciudadano británico nacido en Inglaterra, el 6 de septiembre de 1943- no se resigne a ser el Roger Waters de Pink Floyd, y esté pretendiendo que la gente lo vaya a ver a él (y no a escuchar su música, que siente extraña).
En mi caso, el problema no existe. Jamás confundiré al Sr. Waters con el Roger Waters de Pink Floyd. Porque nunca me ha emocionado demasiado la música de Pink Floyd. Hasta hace poco, no distinguía a Waters de Gilmour, le soy franco. La culpa es mía, no de Pink Floyd: soy demasiado sentimental.
Al final, creo que le puedo decir algo sobre la música que me hace feliz. En primer lugar, que exijo que la música me haga feliz. Pero eso no es decir mucho, y quiero decirle mucho.
Quiero poder decirle qué música me hace feliz. Y sólo puedo hacerlo pidiéndole que escuche esa música:
El humilde íntérprete de este fabulosa obra de arte, decía sobre Billy Strayhorn, su compositor, que de él había aprendido a liberarse: “del odio; de la autocompasión; del temor de hacer algo que posiblemente ayude a otro más que a uno mismo; y del orgullo que puede hacer que un hombre piense que es mejor que su hermano o su vecino”.
Vayan estos pensamientos, para usted, Magdalena, y para el querido Sr. Waters -del que, “entre nous” sospechamos sea la misma persona que Roger Waters, el de Pink Floyd.