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El peso del tiempo

Una visita al Perú milenario abre la puerta a un diálogo particular entre pasado y presente, conmovedor para los uruguayos demasiado jóvenes en América
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02 de diciembre de 2017 a las 05:00
Diez días en el Perú son una copa llena de siglos. Los sorbos pasan por la garganta, por las tripas, por los ojos y el entendimiento. El tiempo pesa en la mirada, en el espíritu. Las capas de generaciones superpuestas se remontan miles de años atrás. El reflejo del reloj infinito está en la piel, en los techos de las casas, en los platos y en el ángulo de la luz.

Estuve en Ayacucho y en Lima: dos mundos, dos dimensiones de la geografía. La sierra inmensa y serpenteante, esconde tanto las nubes como el oxígeno y el sol a su capricho; la costa limeña donde nunca llueve le pone una cortina de aire húmedo y salino del océano, las telarañas invisibles de las que habla Vargas Llosa.

Perú es demasiado complejo para una exigua columna. Un uruguayo queda abrumado porque somos muy jóvenes en América: acabamos de descender de los barcos. En Perú sentimos el peso del tiempo, y la balanza no es un yunque en el espinazo; al contrario, es la apertura a un mundo fascinante y misterioso, alejado del positivismo europeo que nos rodea.

Vemos en el otro lo que adolecemos. Los peruanos nos envidian la tradición liberal, el laicismo y el ateísmo, y yo me maravillo con sus iglesias, sus conventos, las piedras duras talladas por los años, pedazos de Castilla insertos en los Andes, ojos mestizos que escuchan callados la palabra sagrada de las montañas.

Me colé como un intruso en la catedral de Ayacucho, y los enormes retablos dorados brillaban con fulgor que encandiló a los conquistadores. La primera parte de la misa fue en quechua; la segunda, en español. La musicalidad líquida del quechua reforzó la sequedad latina de las palabras castellanas. El pueblo humilde se arrodilla y reverencia dioses desde el principio de los tiempos en Huamanga, así como se arrodilló hace treinta años ante la barbarie del terrorismo de Sendero Luminoso y del infausto ejército peruano.

En las afueras de la ciudad late la historia. El campo de batalla de Ayacucho, la llamada pampa de Quinua, reposa a 3.300 metros de altura, con un sol incandescente que al mediodía parte las piedras y reseca los pastos amarillentos. Como en 1824.

Pero, ¿qué son 190 años en estas tierras? Si cualquier iglesia ayacuchana rebosa el siglo XVI y a pocos kilómetros está la capital del imperio wari, cultura preincaica que dominó buena parte del actual territorio peruano, cuando Londres era una aldea desbordada de peste y no existían ni Madrid ni mucho menos Nueva York.

El pasado y el presente se unen de la forma más ingrata: los centros históricos de las ciudades conforman hermosas cuadras coloniales de barrocos balcones de madera terciada y barnizada, pero a medida que se avanza hacia la periferia aparecen las ciudades bombardeadas, las casas a medio hacer, los varillas de hierro que peinan los techos, la mugre, el plástico del mal gusto y la pobreza de un pueblo que ha dado cátedra estética de mil formas diferentes.

Los cerros limeños, gigantes médanos de arena y roca, se poblaron de miles de pequeñas casitas desparejas que reciben al extranjero con las todas pestañas abiertas. La ciudad y su acantilado: cien metros más abajo, el Pacífico mastica los cantos rodados de las playas donde los incas hacían surf en canoas de totora y ahora se ven peruanos en traje de neopreno sobre tablas de resina.

La locura del tránsito en Lima combina las maniobras más osadas e infartantes con las destrezas de conductores que cada día desafían los miles de vehículos que desbordan las calles, pero, cosa curiosa, casi sin accidentes.

El siglo XXI eleva en Lima torres de cristal, rascacielos dignos de Blade Runner. Pero en la manzana de enfrente se alza un templo de silencio: la Huaca Pucllana, de una antigua cultura limeña de la que se sabe poco. Los sacerdotes de la huaca oraban a la luna, al sol y al mar, y construían las constelaciones de acuerdo a sus animales sagrados: la llama, el lobo, la serpiente; nada de escorpiones, cangrejos, toros o centauros.

Diálogo de oídos sordos en el tiempo, o de respuestas secretas en la eternidad de un ladrillo de arcilla, el humo constante del caño de escape o la eterna bocina del tráfico limeño. En todo caso, la biblia del calendario tiene en Perú a un cómplice indescifrable.



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