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El presidente que queremos

Cada “ojalá” de esta columna se basa en algo que pasó, dijo u olvidó decir o hacer alguno de los candidatos que compitieron durante este año de campaña
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23 de noviembre de 2019 a las 05:01

Si imaginar es la simiente del pensamiento lógico que lleva a la acción, me permitirán este acto de imaginación que tiene mucho de esperanza pero algo más de sentido común. Cada “ojalá” de esta columna se basa en algo que pasó, dijo u olvidó decir o hacer alguno de los candidatos que compitieron durante este año de campaña que termina este domingo con la segunda vuelta y un nuevo presidente. Como el Frankenstein de Shelley, el presidente que queremos está hecho de retazos de personas, emociones y expectativas uruguayas, pero sobre todo, de necesidades.

El presidente que queremos deja atrás la elección al día siguiente de la elección y se encarga de zurcir las relaciones interpartidarias que siempre quedan resentidas. Lo hace sin revanchismo ni ironía ni hipocresía. Lo hace porque además sabe que necesita de todo el espectro político en un escenario de extrema fragmentación parlamentaria en la que los aliados de hoy pueden ser los contra de mañana y viceversa (sin importar el color político ni los mandatos partidarios).

El presidente que queremos se apoya en su partido para gobernar pero no se encadena a sus directivas, previas, presentes o futuras. Negocia en su propia colectividad política pero sobre todo negocia con el resto de los partidos, ya sea que formen parte o no de alguna coalición. El presidente que queremos tiene un diccionario personal con una palabra que ocupa toda una página del libro: diálogo. Y aunque hay diálogos de oídos sordos y muchos de los que intente establecer lo serán, ese será su norte siempre.

El presidente que queremos busca activamente la transparencia y por eso genera links a sitios web en los que hay rendiciones de cuentas claras y entendibles para cualquier ciudadano. Y se encarga de aclarar con firmeza a todos sus jerarcas que no admitirá excepciones ni errores ni distraídos. El presidente que queremos no se esconde en el término “reservado” para evitar informar sobre gastos y gestiones.

El presidente que queremos es firme en acción y dicción a la hora de definir claramente que no permitirá abusos en su gobierno –desde el funcionario público hasta el ministro– por causa de género, orientación sexual, religión, edad o cualquier otra variable que pueda generar injusticias. El presidente que queremos no confronta por ideologías, estereotipos ni prejuicios que separan a los uruguayos.

El presidente que queremos es consciente de que Uruguay es un país que avanza y que necesita imperiosamente abrirse al mundo para asegurarse más progreso. Sabe que este es un país chico y que incide poco en los mercados internacionales, y por eso aprovecha las oportunidades, pero antes las evalúa a fondo y explica a los ciudadanos por qué sí y por qué no cree que es hora de concretar un acuerdo o permitir que ingrese una inversión millonaria.

El presidente que queremos no promete, planea con meticulosidad, genera equipos eficaces que se basan en investigaciones y metodologías para definir planes con el objetivo de hacer mejor las cosas, y los inspira e incentiva para que lo hagan con un solo objetivo en mente: el bienestar de sus compatriotas. El presidente que queremos llena cargos con talentos y no con colores o sectores.

El presidente que queremos sabe pedir perdón cuando hay que pedir perdón; a veces lo hace porque él mismo se equivocó (calculó mal, fue demasiado optimista, pensó que se podía) y explica claramente qué pasó, sin buscar excusas. Otras veces pide perdón porque alguien de su equipo no se comportó como debía, no hizo lo que se suponía debía hacer o no trabajó lo suficiente para lograrlo. El presidente se hace responsable por lo propio y por lo ajeno.

Al presidente que queremos le resbalan las categorías inútiles y evita entrar en el juego de quienes se aferran a ellas para evitar el cambio productivo; no habla de pueblo y oligarcas, ni de comunistas y liberales, ni de tupamaros o milicos.

El presidente que queremos busca alianzas y acuerda, pero no asume compromisos disparatados para conformar a sus socios o allegados de turno y sabe ponerse duro cuando uno de ellos se pasa de la raya o comete un exceso. El presidente que queremos es el presidente de todos, pero no solo en el eslogan sino en el dicho y el hecho.

El presidente que queremos mira al pasado para rescatar lo mejor que ha logrado este país con el empuje de sus ciudadanos. Reconoce lo que consiguieron los gobiernos de otro color político y retoma sus mejores resultados para cimentar así nuevos progresos que beneficien a los uruguayos. No mira el pasado para buscar errores, para construir esmeradas excusas de lo que no pudo hacer o para volver a enfrentar bandos con cuyo enfrentamiento perdemos todos. Pero no se olvida que hay hechos del pasado que jamás olvidaremos y que todavía afectan con dolor y desesperación a muchas familias, que siguen esperando respuestas que le corresponde dar al Estado.

El presidente que queremos no solo es un buen zurcidor sino también un buen obrero que repara las grietas que siguen abriéndose en una sociedad que tiene buenas chances de seguir reduciendo inequidades. La grieta de la educación, la grieta del género, la grieta de la violencia, la grieta de los que fueron a la cárcel y aunque salgan ya nunca salen… la grieta.

El presidente que queremos valora lo que es Uruguay en una América Latina crispada y nerviosa, en la que la democracia si no está en peligro al menos está en dudas o es poco valorada por millones. No juega al gato y al ratón con circunstanciales aliados de gobiernos de la región, no se casa ni para bien ni para mal con ningún líder y se relaciona con ellos a pura diplomacia. Y sobre todo, tiene la certeza de que la democracia que heredó del gobierno anterior y de todos los partidos que la construyeron en la historia uruguaya es un tesoro que deberá volver a heredar –en mejores condiciones– a quien sea presidente en cinco años.

El presidente que queremos no gobierna para que su partido vuelva a ganar sino para que el pueblo quiera elegirlo de nuevo porque hizo las cosas bien.

El presidente que queremos ya se dio cuenta de que hablar de miedo solo da un poco más de miedo y no soluciona nada.

Si todo lo anterior te parece inalcanzable, más propio de un dios que de un simple humano, tal vez deberías recordar que nadie obliga a nadie a ser presidente y que quien se postula sabe –o debería saber– que no se trata tanto de un juego de poder ni de influencias, sino más bien de una investidura de confianza, la de todos los uruguayos que (independientemente de si lo votaron o no) saben que una parte importante de su futuro está en sus manos.

El presidente que queremos no es perfecto, pero hace el intento.

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