Epígrafe: ocho novelas para leer de un tirón, los abismos de Pilar Quintana y las lecturas de Julia Ortiz

La edición de mayo de la newsletter de libros de El Observador se mete con esas novelas que podemos leer en un par de horas, y más

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21 de mayo de 2021 a las 13:19

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El sábado pasado, el querido Fernando Medina puso en discusión en su programa Oír con los ojos (Radiomundo) el tema de las novelas largas, esas que tienen miles de páginas, y los procesos a los que nos sometemos a la hora de leerlas. Debo decir que me atrae particularmente la idea de sumergirme, de vez en cuando, en una historia extensa, demandante, que prácticamente se convierta en mi mundo por unas cuantas semanas. Que me haga sentir que el final está lejísimo y que siempre me encuentro a la mitad de la historia. 

En ese sentido, hay varias novelas que me produjeron esa sensación, especie de abducción total: 2666 It, por ejemplo. También algunas más “breves”: Solenoide, Nuestra parte de noche, Mil de fiebre, 1Q84. En mi mesa de luz, además, espera su momento otra obra de gran dimensión que será atacada en las próximas semanas: Los hermanos Karamazov. Ya veremos cómo me va con Dmitri, Iván, Aliosha y Smerdiakov. 

En esta edición de Epígrafe, de todos modos, no vamos a hablar de novelas interminables: nos vamos a ir al otro extremo, a las historias (¿Novelas cortas? ¿Nouvelles? ¿Relatos o cuentos largos?) que se pueden leer de un tirón, aquellas que nos hipnotizan durante una, dos o tres horas, y que funcionan como viajes sin pausas, concentrados. Porque lograr una estructura los suficientemente sólida como para mantener una historia durante 800 páginas o más es un trabajo de orfebrería, pero también lo es condensar todo lo que se quiere contar en un relato breve, que golpee al lector de entrada y lo mantenga cautivo, en vilo, postrado ante una resolución que estará, siempre, al caer. 

Me encantan las novelas breves. Son como un buche de agua fresca, o las paradas en la ruta que, en medio de un largo viaje, uno hace para tomar una buena bocanada de aire. Estos ocho títulos tienen algo de eso y los recomiendo particularmente.

Elogio a la brevedad: ocho novelas para leer de un tirón

Sonata a Kreutzer, La vida tranquila y El zambullidor

Sonata a Kreutzer

Más arriba hablé de Dostoievsky, y la primera parada de esta lista tiene, justamente, al otro gran nombre ruso de la literatura universal: León Tolstoi. Recordado principalmente por textos que estarían en la esquina opuesta a los seleccionados en esta edición (lo marcan las miles de páginas que acumulan Guerra y paz o Ana Karenina, por ejemplo), aparece acá con una de sus novelas más breves y polémicas. En Sonata a Kreutzer, Tolstoi pone a uno de sus personajes más emblemáticos, Pózdnyshev, a hablar frente a un grupo de pasajeros en un vagón de tren. En el relato del hombre, que comienza como una crítica al “sistema amoroso” de la Rusia de fines del siglo XIX, pronto se convierte en la historia de cómo Pózdnyshev mató a su esposa. La novela se publicó en 1889 y fue censurada por “corromper la moral”, pero eso ya quedó en el pasado y hoy es un clásico impactante. La cadencia de Tolstoi para enhebrar la turbia historia de Pózdnyshev con las críticas a la sociedad rusa son poderosas y le dan forma a una historia difícil de olvidar. 

Una frase: “Entonces no entendíamos que el amor y el odio eran el mismo sentimiento animal, aunque tomado desde el otro extremo”

La vida tranquila

Marguerite Duras fue una mujer fascinante. Una mujer que le marcó el pulso a la cultura europea a mediados del siglo XX y que dejó unas cuantas cosas bellas, entre ellas clásicos como El amante y la perfecta Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959), una de las películas más tristes y hermosas que vi en mi vida. La vida tranquila, en tanto, es la novela con la que Duras encontró esa voz reconocible que le permite descubrir el dolor que existe en la belleza, y viceversa. Traducida por Alejandra PizarnikLa vida tranquila pone en escena la pelea a muerte entre el hermano de la protagonista y narradora y uno de sus tíos por un extraño e incestuoso incidente familiar. Entre el duelo, el amor prohibido y la violencia de un paisaje que por momento parece ser más onírico que real, Duras entrega escenas y pasajes de una belleza sobrecogedora. La vida tranquila es, entonces, como una gota de sangre en la yema de un dedo herido: pequeña, breve, punzante y hermosa. 

Una frase: “Nicolás estaba triste con esa tristeza ‘sin razón’ que se nos inflige inmediatamente después de una boda o del fin de la cosecha. Cuando la cosa está hecha y no está más por hacerse, uno mira sus manos y uno está triste”

El zambullidor

Otro que inspiró esta edición de Epígrafe fue mi amigo Pablo Staricco, periodista y crítico de cine en Búsqueda. Hace algunas semanas, Pablo había terminado un libro largo y se estaba por meter en otro similar. Me dijo: “Prestame un libro cortito, que esté bueno, para leer entre lecturas”. Fui, casi sin pensarlo, a una de las historias uruguayas que más me marcó y recomendé en el último tiempo: El zambullidor, de Luis Do Santos

Pienso seguido en esta historia, en la armonía que hay entre sus líneas, en la musicalidad que le da el río y los paisajes por los que transita el protagonista de la historia, un niño que a orillas de lo que parece ser el Río Uruguay crece, aprende sobre el dolor, experimenta los vaivenes de la familia y entiende, de a poco, lo que significa la vida. Do Santos, que es artiguense y vive en Salto, pinta imágenes de montes ribereños, víboras, pescadores huraños, aparejos y vecinos peculiares, que le dan forma a un universo mágico que se disfruta como un trance de, a los sumo, dos horas y poco. 

Una frase: “Fue doloroso el adiós a otro amigo, pero pronto el tiempo se encargó de enseñarme que la amistad puede sobrevivir lejos de la piel, y las historias verdaderas andan con uno siempre, a pesar de lo celoso que es el olvido”

El mono en el remolino y El nadador en el mar secreto

El mono en el remolino

Selva Almada ya ha pasado por Epígrafe. Pero no como pasa ahora: con un libro breve, brevísimo, que es a su vez un diario de viaje, una crónica sobre un rodaje, un retrato, un recuento de instantáneas. En El mono en el remolino, la escritora argentina acompaña a la cineasta Lucrecia Martel durante la filmación de Zama, su última película, y cuenta sus vicisitudes, las relaciones entre la directora y sus actores, los vínculos con la comunidad Qom, los calores de Formosa, la selva aplastante, enorme, impenetrable. Apenas 90 páginas le alcanzan a Almada para crear un librazo. Apenas 90 páginas, su pulso narrativo único y unas cuantas fotos increíbles, y con eso concluye una pequeña joyita de la no ficción reciente argentina que se lee una, dos, tres, quince veces. Y sigue emanando calor, mosquitos, pesadumbre y esos paisajes que tan bien le salen a su autora.

Una frase: “El barro se pudre. Tiene olor a bicho. En los tramos donde es completamente chirle, veinte, treinta centímetros de pantano, donde las patas se hunden hasta las canillas, de a ratos parece moverse, explotan pequeños globos de aire en la superficie aterciopelada. Es un organismo vivo que respira”

El nadador en el mar secreto

No sabía nada de él. Nada. No conocía a su autor ni tenía idea de qué iba la historia. Pero lo vi, su portada me llamó la atención, aproveché un descuento oportuno y me lo llevé a casa. Enseguida sentí que en El nadador en el mar secreto, del estadounidense William Kotzwinkle, había algo que prometía. Ya sus primeras líneas, que hablaban de una pareja en las vísperas del nacimiento de su primer hijo, me sorprendieron por la emoción despojada que contenían, por su trazo seco y aséptico que sin embargo evidenciaba un control enorme de los sentimientos. En las siguientes 73 páginas, la historia me revolcó. Me provocó varios nudos en la garganta. Y me maravilló. La edición que tengo, de una pequeña editorial independiente argentina (China Editora) incluye una nota final donde se cuenta un poco más el contexto del que surgió esta novelita. Kotzwinkle asegura que la escribió “con lágrimas en los ojos” y que fue “un acto de desesperación” luego de una tragedia que lo golpeó. Otra prueba de que el talento suele aferrarse a esos momentos límites y confeccionar pequeñas maravillas como esta.

Una frase: “La ola regresó y los transportó al mar de dolor, donde se volvió a preguntar por qué habría aparecido la vida en el mundo. El encanto de la carretera en la noche, cuando todas las estrellas parecían observarlo, estaba ahora ahogado en sudor”

Las gratitudes, Mi libro enterrado, Estupor y temblores

Las gratitudes

La gratitud. Escribir una historia sobre ese tema puede ser complejo, inabarcable y hasta un poco pretencioso. Sin embargo, la francesa Delphine De Vigan le hace caso omiso a los aparentes obstáculos que acarrea la temática y hace que las historias de los tres personajes de su última novela, Las gratitudes, giren en torno a ella. Acá hay una anciana en el crepúsculo de su vida y con una mente inestable, una mujer que le debe mucho, un hombre que intentará mejorar sus últimos días, una historia de fondo que se revela a medida que la novela gana terreno. Lejos de las indagaciones más hondas, personales e impactantes que hizo en libros como Nada se opone a la noche, De Vigan presenta en Las gratitudes una historia sencilla que entremezcla el miedo al fin de la vida, la pregunta por el lenguaje como determinante de la existencia y que le escapa, pese a su luminosidad evidente, al dudoso mote de “edificante”. Así, no hay golpes bajos, pero hay dolor. Y entre el dolor, luz. 

Una frase: “Hay que luchar. Palabra a palabra. Sin concesiones. No hay que ceder. Ni una sílaba, ni una consonante. Sin el lenguaje, ¿qué nos queda?”

Mi libro enterrado

El escritor argentino Héctor Libertella murió en octubre de 2006 y dejó, en aquel momento, una colección de libros “de culto”, una trayectoria literaria que había comenzado de manera muy precoz y también un hijo, Mauro, que ya en ese entonces cargaba con la figura de su padre, el escritor, sobre los hombros. En 2014, ya consolidado dentro del periodismo argentino, Libertella hijo publicó Mi libro enterrado, una suerte de novela catártica en donde explora los últimos días de Libertella padre, de su relación, de ese legado invisible que pasó de una generación a otra y que marca un punto de inflexión en su vida. Con poco menos de 70 páginas, Mi libro enterrado significó el debut de Mauro en la escena literaria, escena que hoy ya lo ve consolidado y establecido —fue elegido en 2017 por Hay Festival como uno de los autores menores de 39 más promisorios— con varias novelas en su haber, además de un ensayo sobre la obra de Mario Levrero que se puede conseguir en librerías editado por la Universidad Diego Portales.

Una frase: “En esos puntos suspensivos está el anciano y el abuelo que mi viejo nunca fue. En esos puntos suspensivos estoy yo en diez, en veinte, en treinta años; están sus manuscritos como herencia y está la historia de una vida que él mismo, entre paréntesis, clausuró”

Estupor y temblores

“El señor Haneda era el superior del señor Omochi, que era el superior de Saito, que era el superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie”. Así empieza la novela que hizo de Amélie Nothomb una celebridad literaria internacional, y que permanece vigente como un ácido retrato de las desventuras de una chica belga de 22 años que naufraga en la burocracia y las normas acérrimas de una empresa japonesa en Tokio. De fuerte carga autobiográfica, con un sentido del humor corrosivo que no teme bordear la humillación para con su protagonista, Nothomb se despacha con una novela que fluye, que critica fuertemente a la exigencia automática que impera en su país natal (ella es belga pero nació y vivió mucho tiempo en Japón) y que tiene un ritmo que hace que sus 140 páginas desaparezcan entre los dedos en unas pocas horas de placer.

Una frase: “Todas las bellezas emocionan, pero la belleza japonesa resulta todavía más desgarradora”

Las mujeres abismales de Pilar Quintana

Los abismos, de Pilar Quintana

Venía desencantado con el Premio Alfaguara. El ganador de 2019, Mañana tendremos otros nombres de Patricio Pron, me había gustado, pero el de 2020, Salvar el fuego de Guillermo Arriaga, me descolocó: entre una historia interesante y bien contada de narcotráfico y violencia carcelaria, Arriaga te mechaba una novelita romántica empalagosa, llena de clichés y que me hizo revolear los ojos. Había una buena historia en algún lugar de Salvar el fuego, pero entiendo que su autor la echó a perder por los mismos motivos por los que Babel, una de las películas que escribió para Alejandro González Iñárritu, naufraga y hoy está bastante olvidada.

Todo este preámbulo es para decir que Los abismosla novela que le dio el Premio Alfaguara en 2021 a la colombiana Pilar Quintana, me devolvió la fe. Y me confirmó que ella es uno de los grandes nombres de la literatura latinoamericana del momento —lo he dicho: lean La perra—. En Los abismos, Quintana explora las dinámicas de una familia de Cali de la segunda mitad del siglo XX, más precisamente los vínculos que se generan entre las mujeres del relato: Claudia, la niña protagonista y narradora, su madre, su tía, unas figuras espectrales de mujeres del pasado y más. 

Aunque no lo parezca, la sencilla prosa de Los abismos es compleja, pensada, trabajada al detalle. La voz de la niña Claudia está pulida al extremo; la manera en la que mira el mundo también. Hay una construcción del "cepo" imaginario que rodea a estas mujeres en esa época que es formidable, además de que la claridad de sus descripciones y las atmósferas que consigue en varias de sus escenas son brillantes. 

Hay riesgo en Los abismos. Hay una narración valiente, calibrada, estudiada. Hay poesía y hay sentido. Hay párrafos aparentemente simples que, sin embargo, sangran. Tiene lo que un premio como el Alfaguara debería tener. Lo que debería pretender. Los abismos es una gran historia. Vayan a ella.

P.D.: Antes o después de leerlo pasen, también, por esta entrevista de Nicolás Tabárez a su autora, en la que disecciona un poco más lo que quiso hacer en esta preciosa novela. 

Las lecturas de Julia Ortiz

Julia Ortiz lee. Lee mucho. Y lo hace porque la lectura, como a ustedes y a mí, la apasiona, pero también porque es su trabajo: ella es la editora de Criatura y entre manuscritos y reediciones, es una de las encargadas de su catálogo, uno de los más interesantes que hoy tienen las editoriales independientes del país. Ella es, entonces, la lectora invitada de Epígrafe de mayo.
 
¿Cuál fue el último libro que te dejó una huella?
El más reciente fue la trilogía Claus y Lucas (Libros del Asteroide, 2019), de Agota Kristof, una experiencia literaria como hace tiempo no tenía, que movió inteligencia y emoción con la misma intensidad, cosa que rara vez confluye en la misma obra. Me lo había recomendado mucho Gonzalo Baz, autor de Los pasajes comunes, que no me sabía explicar por qué era tan buen libro, pero tenía mucha razón y no poder explicarlo es parte de su belleza.
 
¿Qué estás leyendo ahora?
¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? (Eterna Cadencia, 2019), de Lorrie Moore. Hace mucho que no leía traducciones del inglés y la verdad es que el trabajo de Inés Garland en una novela llena de trampas del lenguaje y de referencias culturales es excelente. La novela me resulta entretenida pero no fascinante. También estoy leyendo Nací, de Georges Perec, también de Eterna Cadencia
 
¿Qué libros esperan en tu mesa de luz?
En realidad en la mesa de luz se quedan los favoritos, más que los que esperan. Ahora mismo hay gran presencia de Sylvia PlathSiri Husdvedt y Amanda Berenguer. Quiero leer Los llanos, de Federico Falco, que me recomendaron mucho pero todavía no llegó a la casa, y El nervio óptico, de María Gainza, los dos de Anagrama. Y espero la llegada de ese barco con Somos luces abismales (Blatt y Ríos, 2020), de Carolina Sanín, que me encantó con Los niños y no volví a encontrar por acá.

Las lecturas de Julia Ortiz

¿Y el epígrafe final? El que aparece en Irene, de Pierre Lemaitre

"El escritor es una persona que encadena citas quitando las comillas"
Roland Barthes

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