A veces siento los ecos de algunas lecturas reverberando cuando me enfrento a determinados momentos del año o situaciones de la vida cotidiana. No me las acuerdo de memoria, claro, no tengo la capacidad, pero sí recuerdo parcialmente que alguien, en algún lado, escribió sobre eso y allí voy a buscarlo. Me sirve. Me ayuda.
En este caso, en un verano que se despide de a poco y que me encontró pensando en el agua durante mucho tiempo —por la playa, por lecturas, por escrituras, por la sequía—, me quedó a la mano un episodio en el que la ensayista californiana Rebecca Solnit evoca sobre una vieja piscina en Una guía sobre el arte de perderse. Es un libro que aprecio mucho, que me gusta tener subrayado, marcado, con las huellas de una lectura que recuerdo muy especial, y en el que de vez en cuando releo fragmentos.
Escribe Solnit:
«Todo en esa casa parecía estar hecho con materiales fríos y extraños, y lo más raro de todo era la piscina. No era climatizada y durante la mayor parte del año el agua estaba demasiado fría para unos niños flacuchos, pero siempre había que estar limpiándola y retirando la suciedad que caía en ella, y las herramientas para hacerlo eran increíblemente largas, como cubiertos para un gigante con la cabeza en las nubes. Era del típico azul turquesa de las piscinas, con un borde de cemento rosa que te raspaba los pies descalzos y un agua que despedía un penetrante olor a cloro. Toda masa de agua tiene algo de inquietante y misterioso; el agua turbia presagia cosas invisibles en sus invisibles profundidades, el agua clara te muestra lo lejos que está el fondo, como si pudieras caerte dentro, aunque después te mantiene a flote en ese extraño espacio que no es ni tierra ni aire. Aquella misteriosa masa de agua era como un cuerpo de nueve metros de largo y dos y medio de alto en su parte más honda, como un prisionero transparente en cuyas profundidades podías tirarte.»
Y con los aires veraniegos y pretéritos de esa piscina empieza este Epígrafe. No tengo más justificativos para la existencia de esta edición tardía de febrero —ya sé: estamos en marzo; el verano permite esas digresiones y este mes habrá dos entregas— que mis ganas de despedirme de los meses de vacaciones con un vistazo a la forma en la que los escritores se han encargado de retratar el contacto con el agua, la natación o, incluso, la manera en que ellos mismos han disfrutado de los beneficios de chapuzones esporádicos en piscinas, mares abiertos u otros contextos acuáticos.
El recorrido, además, estará acompañado de las pinturas de David Hockney, que hoy por hoy es el artista vivo más caro y que está obsesionado con las piscinas. De eso se habla en este artículo y, por supuesto, la primera de las obras será la más famosa de su catálogo y una favorita personal: A bigger splash o El gran chapuzón.
Pero antes de empezar, un aviso parroquial: El Observador se prepara en estos días para lanzar una nueva y suculenta oferta de newsletters members que se sumarán a las que ya existen, y esa apuesta implica que Epígrafe cambiará de día de publicación. A partir de este mes estaré escribiéndote el último sábado de cada mes. Así que no me abandones; de ahora en más nos leemos los fines de semana.
Ahora sí: a zambullirse.
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