Epígrafe: sin veda, el alcohol inunda la literatura

La edición de noviembre de la newsletter literaria de El Observador está dedicada al lugar de las bebidas alcohólicas en obras clásicas y contemporáneas

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26 de noviembre de 2021 a las 13:11

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Hay varias cosas que me resultan insólitas dentro de las diferentes normativas que rigen a los países y una de ellas, una que quizás esté ahí arriba en el podio, es la veda alcohólica en la previa a una elección. Sé que no solo es patrimonio uruguayo, pero aun así me parece una instancia curiosa. Cada vez que se menciona, o cada vez que se aproxima el "deber cívico", pienso en ella. Pienso en filas de borrachos esperando para poner dos o tres listas en un sobre, en vísperas festivas donde la cerveza y el whisky corren más rápido que los jingles, pienso en la posibilidad de que el sueño y la resaca sean tan grandes que solo el 2% del padrón electoral vaya a votar, y después pienso en lo inverosímil y ridículo que suena todo eso.

En las últimas semanas, y con la llegada de las torcidas brasileñas al país, la veda volvió a entrar en discusión. Y, como una excepción inteligente, se levantó para que todos los vecinos norteños se puedan tomar, en la victoria o la derrota, unas cuantas cervezas bien frías.

La prevalencia de esta cuestión en la agenda me sirvió en bandeja el tema para esta edición, que me estaba siendo particularmente esquivo. Nada me terminaba de cerrar, nada cuajaba con un noviembre medio extraño que alternó entre la primavera esquizofrénica y las vísperas calientes del verano, pero el alcohol en la literatura surgió de las profundidades de la damajuana como el enfoque perfecto. Su relación es estrechísima. Tanto que el aliento resacoso se puede notar en las páginas ya amarillas de más de un autor. 

Sin embargo, mi intención no es repasar la vida de aquellos nombres que supieron empinar el codo y escribir clásicos, porque de esos ya todos hemos escuchado. Ahí están Hemingway, Faulkner, Fitzgerald, Poe, Bukowski, y unos cuantos más que se tomaron hasta el agua de los floreros y terminaron de maneras más bien trágicas. La idea es, sobre todo, ver algunos casos –notables, para mí– en los que “la bebida” se cuela en la trama, en las memorias, en el núcleo que enraíza la literatura, y genera textos para destacar, releer o descubrir. En la lista hay clásicos y obras del hoy, y obviamente todos estos ejemplos cargan, también, con autores que rayaron el alcoholismo o hasta cruzaron la barrera del delirium tremensPor eso advierto que el paseo tiene, indefectiblemente, zonas oscuras, y a aquellos más sensibles al tema les recomiendo mejor caminar por otros rumbos.

Por otro lado, para quienes se quieran quedar, el aviso es que, como siempre, el remedio a ese estado abisal y adicto es la literatura: una puerta de escape al infierno que estos autores pasaron, una resaca que no los mató o al menos les dio tiempo para contarlo y expulsar los demonios. O, en todo caso, aprender a convivir con ellos.

Otra ronda (Druk, 2020)

Botella en mano, un libro bajo el brazo: los caminos del alcohol y la literatura

Si leés con frecuencia los envíos de Epígrafe, sabrás bien que una de las características de esta newsletter es la contradicción. Bueno, me temo que voy a empezar el recorrido haciendo algo que dije que no iba a hacer: contando los detalles de la vida alcohólica de un escritor. Pero creo tener una justificación: Charles Baudelaire casi que no puede abordarse sin su apego –digamos, más bien, adicción– al “hada” o “demonio verde”: la absenta. Conocida por tener una de las mayores graduaciones –ronda los 89%–, esta bebida también llamada ajenjo era la predilecta del autor de Las flores del mal y de sus compinches literatos, contando a Rimbaud y Mallarmé. Pero no por ser la favorita, era la única: en su libro de ensayos Los paraísos artificiales, en donde aborda las diferentes maneras de acceder al placer y donde le rinde pleitesía al hachís y al opio, Baudelaire también escribe sobre el vino. Dice, por ejemplo, esto:

«Profundos goces del vino, ¿quién no os ha conocido? Quienquiera que haya tenido que apaciguar un remordimiento, que evocar un recuerdo, que ahogar un sufrimiento, que hacer castillos en el aire, todos, en fin, te han invocado, Dios misterioso oculto en las fibras de la vid. ¡Qué grandes son los espectáculos del vino iluminados por el sol interior! ¡Qué auténtica y ardiente esa segunda juventud que el hombre extrae de sí mismo! Pero qué temibles también esas voluptuosidades fulminantes y sus encantamientos enervantes. Sin embargo, decidme, en vuestra alma y conciencia, jueces, legisladores, hombres de mundo, todos aquellos a quienes la felicidad hace bondadosos, a quienes la fortuna hace fáciles la salud y las virtudes, decidme: ¿quién de vosotros tendrá el valor despiadado de condenar al hombre que bebe con inteligencia?»

Los bebedores de absenta, de Edgar Degas

Baudelaire utiliza la palabra “voluptuosidades” y yo, al pensar en el alcohol, en el vínculo con la noche y la fiesta, en la manera en la que espolea los excesos, no puedo evitar evocar a Jay Gatsby, a su mundo de fantasía, a todas las veces que tira la mansión por la ventana, y todo el alcohol que corre por esas venas en plena Ley Seca estadounidense. F. Scott Fitzgerald tuvo varios problemas con la bebida, así como su esposa, la atribulada Zelda, y también sus amigos más cercanos. Su obra está llena de huellas y El gran Gatsby tiene varias.

Pero pocos se enfrentaron a los abismos del alcoholismo –y lo plasmaron en su obra– como los autores del realismo sucio. Raymond Carver y John Cheever, dos de los escritores más importantes de la literatura estadounidense del siglo XX, despuntaron el vicio hasta convertirse en parias, pero además dejaron señas del alcohol en toda su obra. Esto está presente en ambos, que además de ser excelentes narradores, eran tomadores de fierro y dos tremendos amigos que recorrían juntos los bares y los almacenes de Iowa, donde pasaron un buen rato como parte del programa de escritores de ese lugar. De hecho, el cuento más famoso de Cheever es El nadador, la historia de un hombre que se pone como desafío nadar en todas las piscinas de sus ricos vecinos hasta llegar a la suya, y que no es otra cosa que la alegoría de un alcohólico que se desmorona en la vida y no tiene la capacidad para darse cuenta de ello, al tiempo que la sociedad le va dando la espalda.

Burt Lancaster en la versión cinematográfica de El nadador (1968)

Pero en tierra de hombres, las mujeres también se acodan en la barra. La historia de la también estadounidense Lucia Berlin es, por ejemplo, una de las más fascinantes (y trágicas) de las últimas décadas y merece una película que la cuente con pelos y señales (y tragos). Para más detalles, esta nota. Pero además, fue una escritora agudísima, capaz de entregar los cuentos más sórdidos camuflados bajo capas y capas de sofisticación y sutileza. El éxito que cosechó la publicación póstuma de Manual para las mujeres de limpieza, y posteriormente Una noche en el paraíso, lo marcan.

En el primer tomo hay varios cuentos que tocan desde ámbitos diferentes el problema del alcohol en mujeres que flotan a la deriva en la clase media acomodada, un punto de vista que es difícil de encontrar en la producción de su época y que tiene una fuerte cuota autobiográfica.

Inmanejable, por ejemplo, relata las peripecias de una mujer que sufre de una abstinencia tremebunda, y comienza con una frase que se te clava en el pecho:

«En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados»

En Su primera desintoxicación, Carlotta es una mujer que termina internada por unos días en un centro de rehabilitación, en donde todos la tratan de maravilla y donde se hace muy compinche de los borrachos del lugar, en su mayoría habitantes de las calles. Y en Silencio, Berlin se inspira en un episodio de su infancia para contar la historia de una niña pequeña que ve cómo su tío atropella a un perro y a un niño, mientras ella ocupa el asiento del acompañante. La historia remata con una línea demoledora:

«Por supuesto, a esas alturas yo ya había comprendido todas las razones por las que tío John no había podido parar la camioneta, porque para entonces era alcohólica».

Lucia Berlin

Berlin vivió en varios países a lo largo de su vida, pero hubo un sitio que la marcó particularmente: la frontera con México. Ya sea en El Paso, Texas, o dentro de fronteras mexicanas, la autora conoció el gusto por la bebida que, llevado al extremo, estereotipó para siempre a los vecinos estadounidenses.

Más allá de que el prejuicio es eso –un prejuicio–, no son pocas las obras mexicanas que hacen referencia a la presencia preponderante que tiene el alcohol en su cultura, y de hecho está muy inserto en la obra de algunos de sus autores claves, entre ellos el gran Juan Rulfo. El hombre que firmó la magistral Pedro Páramo escribió otro libro tan bueno como ese, que se titula El llano en llamas y que se compone de 17 cuentos relativamente breves. Entre todas las historias, Luvina propone el encuentro en un bar al costado de la carretera entre un exresidente del pueblo del título, y un hombre que se dirige hacia allí y del que no sabemos nada y al que tampoco escuchamos hablar. Entre cervezas y mezcales, el viejo cuenta su vida en Luvina, lo difícil que fue para él edificar una familia allí, y cómo el pueblo lo expulsó. En todo el cuento, así como sucede en Pedro Páramo, sobrevuela el fantasma del pasado, suenan los engranajes del tiempo haciendo mella en vidas extenuadas por el desierto, y el alcohol es el vehículo para contarlo.

«San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay no quien ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo… ¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos?»

En México también se toman unos cuantos tragos los personajes de Roberto Bolaño –en el DF, Arturo Belano, Ulises Lima y compañía; en Santa Teresa la gente que trilla 2666–, pero hay proyecciones foráneas: una de las más pesadas, por su trama y la cantidad de páginas, es Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, de la que el propio Bolaño bebe e incluso cita en Los detectives salvajes. Con una buena dosis de experiencias propias, Lowry escarba en la historia del excónsul británico Geoffrey Firmin, un alcohólico que pasa el Día de Muertos de 1938 en la ciudad de Cuernavaca. Hay bares, hay búsquedas, la gente está de fiesta, el cónsul se hunde.

Albert Finney en la adaptación de Bajo el volcán (1984)

Pero la ficción y el alcohol no tienen solo una relación condenada a la perdición. También hay fiestas y recuperaciones.

Fiestas: las que vive Matías Vicuña, el adolescente chileno de 17 años que Alberto Fuguet delineó en Mala Onda, su primera novela. Entre El guardián entre el centeno Menos que cero, Vicuña pasa por un momento de introspección difícil y lo cura con abundantes cantidades de estupefacientes, música y, por supuesto, tragos. De resaca en resaca, y a los golpes, aprende de lo que se trata el mundo real. 

Recuperación: la de un personaje, el de Dan Torrance, que Stephen King presentó en El resplandor y retomó en Doctor Sueño. King, adicto ilustre de la literatura si los hay, creó en la primera novela a un personaje lleno de turbulencias y whisky: el atormentado Jack Torrance. En la secuela, su hijo Dan padece el estrés postraumático de lo vivido en el hotel Overlook y pelea contra un alcoholismo heredado y galopante. Con la fuerza de un grupo de Alcohólicos Anónimos y para enfrentarse a nuevos villanos de turno, sale de sus tinieblas líquidas. Y deja atrás al fantasma de su padre.

Ewan McGregor en Doctor Sueño (2019); Jack Nicholson en El resplandor (1980)

Por último, en plan de recuperación, esperanza y peso literario, un par de memorias. 

Primero, las de Leslie Jamison. Oriunda de Washington DC, con un CV académico de otra galaxia –estudió en Harvard, tiene un doctorado en Yale, participó del Programa de Escritores de Iowa, el más prestigioso del mundo–, Jamison tiene al alcohol inserto en el ADN casi desde la infancia, una característica recurrente en este tipo de padecimientos. Durante su estancia en Iowa, la autora sufrió algunos de sus momentos más bajos, y los retrató en el ensayo La huella de los días. La adicción y sus repercusiones. Sin embargo, al margen de ser un estudio impecable sobre los fantasmas propios, es también una radiografía brutal de la presencia del alcohol en la literatura estadounidense. Jamison analiza a los mencionados Lowry, Carver, Cheever, King, y expone su obra a la luz de las copas. Relata, también, algunas de las aventuras beodas más insólitas y encuentra la luz en un territorio lleno de penumbras que la incluye. Así recuerda, en el comienzo, su primer contacto con el alcohol:

«La primera vez que la viví –la sensación de embriaguez– tenía casi trece años. No vomité ni perdí el conocimiento, ni tan siquiera me puse en evidencia. Sencillamente me encantó. Me encantó el burbujeo del champán, las agujas ardientes que me bajaban por la garganta. Estábamos celebrando que mi hermano se había graduado en la universidad y yo me había puesto para la ocasión un vestido largo y vaporoso que me hacía sentir como a una niña, hasta que esa sensación dio paso a otra: me sentí iniciada, iluminada. Me entraron ganas de plantarme ante el mundo entero y preguntar: ‘¿Cómo es que nadie me había dicho lo maravilloso que es esto?’»

Si historia, obviamente, empieza a descender desde esa algarabía inocente a terrenos más sufridos. Y luego, la salida: una puerta de escape a la abstinencia, al dolor y, al final, el pase de raya que logra con este libro, que es su tesis doctoral, su exorcismo y su sanación.

Algo similar escribe la escritora y periodista argentina María Moreno en uno de sus grandes libros: Black out. El apagón de Moreno comienza, como el de Jamison, en los primeros años de vida, con una infancia vivida entre las paredes de un conventillo bonaerense en donde los borrachines eran parte del paisaje, la damajuana siempre estaba semivacía y el licor de huevo corría como agua. Y donde sus dos padres adelantaban su porvenir:

«No separaba la sed de las ganas de aturdirse. En todo caso, mi padre bebía para liquidarse, como yo. (...) Bebo en exceso porque bebo con la boca de mi padre.»

Otro contrapunto interesante es el que marca Moreno al contar que su inclinación a empinar el codo hasta caer desmayada respondió, en parte, a un intento por equipararse al entorno hipermasculino que la rodeaba.

«Comencé a beber para ganarme un lugar entre los hombres. (...) Estaba convencida de que, más que ganar las universidades, las mujeres debíamos ganar las tabernas.»

Y en el fondo de este texto arrabalero, de los bajofondos porteños, y con una escritura de alto vuelo y potencia, la argentina pasea por los mostradores con sus compañeros de barra –Osvaldo Lamborghini, Héctor Libertella, et al.– y firma un ensayo/memoria/novela reveladora que evidencia el enorme problema que tenemos con la bebida en el Río de la Plata y que la muestra como una mujer que conoció el purgatorio y salió de ese agujero fortalecida. Y con mucho para contar.

«El alcohol es una patria. Por eso no se la pierde. Solo se puede estar exiliado de ella. (...) El alcohol es un Dios, por eso se puede creer en Él sin que esté presente, y por eso también se puede dejar de beber.»

Qué leen los que leen: Las lecturas de Maxi Guerra

La radio puede parecer, por su ritmo, vorágine e indefectible preponderancia sonora, un territorio difícil para los libros. Sin embargo, ahí están, combatiendo y con varios aliados de peso. Uno de ellos es el periodista Maxi Guerra, que a través de sus distintas columnas en Quien te dice, La mesa de los galanes (Del sol) y Otro elefante (Urbana) se ha encargado de cultivar la tradición literaria en el dial. En esta invitación al Qué leen los que leen queda de manifiesto el amplio abanico de sus intereses y la fruición literaria que en Epígrafe compartimos y aplaudimos de pie. 

Las lecturas de Maxi Guerra

¿Cuál fue el último libro que te dejó una huella?
Un verdor terrible, de Benjamín Labatut. Releí en estos días un capítulo y me generó el mismo efecto que en 2020: una suerte de adrenalina, de fascinación ante la capacidad de Labatut de traducir la ciencia en literatura y de indagar en la oscuridad y los dilemas de los grandes físicos del siglo XX. 
 
¿Qué estás leyendo ahora?
Aromas del mundo, de Harold McGee. Siento una gran atracción por los libros que abordan el tema del olfato: El perfume, de Süskind; Odorama de Kukso; Una historia natural de los sentidos, de Ackerman; El sabor del Mundo, de Le Breton; Alucinaciones, de Sacks; etc. Este libro de McGee ya se perfila como la piedra angular de esa pequeña biblioteca olfativa. Y me encanta que haya salido al mismo tiempo que En flor, de Natalia Jinchuk, otro libro fragante que acabo de terminar.
 
¿Qué libros esperan en tu mesa de luz?

  • Historia descabellada de la peluca, Luigi Amara
  • La dimensión desconocida, Nona Fernández
  • La edad de la ira, Pankaj Mishra
  • Desierto sonoro, Valeria Luiselli

Despido noviembre con el epígrafe de un libro que estaba esperando desde hace mucho y que ahora, por fin, estoy leyendo. Se trata de Isla Decepción, la primera novela de la chilena Paulina Flores, una de las seleccionadas por la revista Granta en la última lista de los mejores narradores jóvenes en español.

«Solo el mar, solo el mar, solo el mar»
Nicole

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