Epígrafe: un chapuzón de verano en la piscina de la literatura

La nueva edición de la newsletter de libros de El Observador empieza a dejar el calor atrás con un especial sobre piscinas, escritores y mares abiertos

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02 de marzo de 2023 a las 17:14

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A veces siento los ecos de algunas lecturas reverberando cuando me enfrento a determinados momentos del año o situaciones de la vida cotidiana. No me las acuerdo de memoria, claro, no tengo la capacidad, pero sí recuerdo parcialmente que alguien, en algún lado, escribió sobre eso y allí voy a buscarlo. Me sirve. Me ayuda.

En este caso, en un verano que se despide de a poco y que me encontró pensando en el agua durante mucho tiempo —por la playa, por lecturas, por escrituras, por la sequía—, me quedó a la mano un episodio en el que la ensayista californiana Rebecca Solnit evoca sobre una vieja piscina en Una guía sobre el arte de perderse. Es un libro que aprecio mucho, que me gusta tener subrayado, marcado, con las huellas de una lectura que recuerdo muy especial, y en el que de vez en cuando releo fragmentos.

Escribe Solnit:

«Todo en esa casa parecía estar hecho con materiales fríos y extraños, y lo más raro de todo era la piscina. No era climatizada y durante la mayor parte del año el agua estaba demasiado fría para unos niños flacuchos, pero siempre había que estar limpiándola y retirando la suciedad que caía en ella, y las herramientas para hacerlo eran increíblemente largas, como cubiertos para un gigante con la cabeza en las nubes. Era del típico azul turquesa de las piscinas, con un borde de cemento rosa que te raspaba los pies descalzos y un agua que despedía un penetrante olor a cloro. Toda masa de agua tiene algo de inquietante y misterioso; el agua turbia presagia cosas invisibles en sus invisibles profundidades, el agua clara te muestra lo lejos que está el fondo, como si pudieras caerte dentro, aunque después te mantiene a flote en ese extraño espacio que no es ni tierra ni aire. Aquella misteriosa masa de agua era como un cuerpo de nueve metros de largo y dos y medio de alto en su parte más honda, como un prisionero transparente en cuyas profundidades podías tirarte.» 

Y con los aires veraniegos y pretéritos de esa piscina empieza este Epígrafe. No tengo más justificativos para la existencia de esta edición tardía de febrero —ya sé: estamos en marzo; el verano permite esas digresiones y este mes habrá dos entregas— que mis ganas de despedirme de los meses de vacaciones con un vistazo a la forma en la que los escritores se han encargado de retratar el contacto con el agua, la natación o, incluso, la manera en que ellos mismos han disfrutado de los beneficios de chapuzones esporádicos en piscinas, mares abiertos u otros contextos acuáticos.

El recorrido, además, estará acompañado de las pinturas de David Hockney, que hoy por hoy es el artista vivo más caro y que está obsesionado con las piscinas. De eso se habla en este artículo y, por supuesto, la primera de las obras será la más famosa de su catálogo y una favorita personal: A bigger splash o El gran chapuzón.

Pero antes de empezar, un aviso parroquial: El Observador se prepara en estos días para lanzar una nueva y suculenta oferta de newsletters members que se sumarán a las que ya existen, y esa apuesta implica que Epígrafe cambiará de día de publicación. A partir de este mes estaré escribiéndote el último sábado de cada mes. Así que no me abandones; de ahora en más nos leemos los fines de semana.

Ahora sí: a zambullirse.

Retratos acuáticos

Empiezo por Clarice Lispector. Siempre es un buen momento para empezar por Clarice Lispector. En su Revelación de un mundo, un libro que recopila todas las columnas y crónicas que escribió para el Journal do Brasil y que ya he citado por acá, tiene una entrada fechada el 25 de enero de 1969 en el que recuerda los baños de mar que se daba junto a su padre cuando era niña, baños en donde ella encierra algo de la alegría que, dice, nunca más volverá a experimentar.

«No nos quedábamos mucho. El sol salía, y mi padre tenía que empezar a trabajar temprano. Nos cambiábamos de ropa, y la ropa nos quedaba impregnada de sal. Mis cabellos salados se me pegaban a la cabeza.

Entonces esperábamos, al viento, la llegada del tranvía para Recife. En el tranvía la brisa iba secando mis cabellos duros; yo a veces me lamía el brazo para sentir su espesor de sal y iodo. (...)

Mi padre creía que no se debía tomar enseguida un baño de agua dulce: el mar debía quedar en nuestra piel durante algunas horas. Era contra mi voluntad que yo tomaba una ducha que me dejaba límpida y sin el mar.

¿A quién le tengo que pedir que en mi vida se repita la felicidad? ¿Cómo sentir con la frecura de la inocencia que el sol rojo se eleva? ¿Nunca más?

Nunca más.

Nunca.»

De otro tipo de conexión con el mar, en este caso uno más existencial y por momentos paranoico es el que retrata el chileno Benjamín Labatut en su ya mega éxito editorial Un verdor terrible, una cruza entre ficción y no ficción que se pasea entre algunas historias de los científicos más relevantes de nuestra época. El libro es espectacular, inclasificable y a medida que la ficción le gana al hecho fáctico, Labatut se deja llevar más y más por los mundos de sus personajes. Es particularmente interesante lo que hace con el contrapunto real entre Heisenberg y Schrödinger, padres de la mecánica cuántica. Mientras acompaña al primero en una suerte de expiación autoimpuesta en una isla remota, Labatut escribe lo que sigue, hasta ahora uno de mis pasajes favoritos en el año y que leí con la línea oscura del Atlántico entre ceja y ceja:

«Mirando las olas que corrían hasta perderse en el horizonte, Heisenberg no podía dejar de recordar las palabras de su mentor, el físico danés Niels Bohr, quien le había dicho que una parte de la eternidad está al alcance de quienes son capaces de mirar la vertiginosa extensión del mar sin cerrar los ojos.»

Otro escenario marítimo que tengo clavado en la memoria: La bahía, de Cynan Jones. Allí hay un náufrago que quiere volver a la costa y no puede. El galés golpea con descripciones secas y certeras. Golpea de esta forma:

«Las olas arreciaron entrada la tarde, y la marea subió considerablemente. Las nubes ahora eran una franja oscura cargada de intenciones en el horizonte, cada vez más cerca, y la brisa las antecedía, peinando la cresta de las olas, erizando partes de agua, como el pelaje de un gato acariciado a contrapelo.»

Dejando de lado la furia de las aguas abiertas, las piscinas también ocupan un espectro destacable en la narrativa de ficción, y como ejemplo me quedo con el mejor cuento de John CheeverEl nadador, que se convirtió en un relato paradigmático tras el éxito de la película homónima que protagonizó Burt Lancaster en 1968.

Cheever se sirvió de sus experiencias personales y sus problemas con las adicciones para darle forma a la peripecia de Ned Merril, un hombre de mediana edad que un día decide cruzar todo su barrio —acaudalado y copetudo— nadando a través de las piscinas de sus vecinos. La historia es extraña y hermética, pero en su entramado simbólico hay una radiografía brutal sobre las clases altas de la década de 1950 en Estados Unidos, la depresión, la pérdida de pie en la realidad y el alcoholismo.

Excelentes nadadores

Cheever escribió sobre nadar y también nadó, pero no fue el único que cultivó ese ejercicio con la escritura a tiempo completo. En Argentina, por ejemplo, está el caso de Fogwill. El autor de Los pichiciegos y una de las firmas más rompedoras de la literatura regional solía nadar de forma frecuente en una piscina de un club del barrio de Almagro en Buenos Aires, y allí fue que se lo encontró el periodista Federico Bianchini, que escribió un perfil genial para revista Anfibia que se puede leer acá, se titula El hombre que nada y que empieza de esta manera:

«El viejo nada despacio. Boca arriba. Lento. Muy lento. Mueve el brazo derecho, las piernas apenas. Mueve el brazo izquierdo. La pileta está casi vacía. En el segundo andarivel, solos: el viejo y yo. Él, con su parsimonia. Malla negra, antiparras oscuras, bigote finito y canoso. Lo conozco. De algún lado lo conozco. Lo paso por el costado. Llego al borde de la pileta, giro en el lugar, empujo con los pies.

Son más de las nueve de la noche de un día de semana. Bajo los violentos reflectores del histórico club Almagro, me lo cruzo de vuelta. Cambio el ritmo: busco coincidir en los descansos de ese hombre que nada y no avanza. Trato de confirmar si la cara es la misma que aparece en la solapa del libro Restos diurnos. Foto en blanco y negro. Varios años menos. Ahora, descansa. Está apoyado en la pared del sector menos profundo de la pileta. Se saca las antiparras. Olor a cloro. Agitado, el viejo resopla con fuerza. Murmura.

—Disculpe. ¿Dijo algo? –pregunto.

—No. Hablaba solo.

—¿Usted es Fogwill?

—Sí. Por eso hablo solo.»

Los escritores nadan. Nada Cheever, nada Fogwill, nada Kafka en esa entrada de diario, fechada el 2 de agosto de 1941, que anuncia: “Hoy Alemania le ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”.

Nada también Hemingway encontré esta nota curiosa sobre las piscinas que tuvo a lo largo de su vida; “I work from about seven until about noon. Then I go fishing or swimming, or whatever I want”, dijo una vez—, nada Lord Byron —que era rengo y en el agua se sentía completo— y nada también Leanne Shapton, de la que la editorial argentina Blatt & Ríos acaba de publicar Bocetos de natación y que tengo ganas de leer o de comprar y acumularlo en la biblioteca para, en algún momento, encontrarme con él. Todavía no está en librerías uruguayas, pero acá se puede leer su comienzo.

Y acá, la definición que hace del agua:

«El agua es elemental, es lo que nos conforma. No podemos vivir en ella ni sin ella. Tratar de explicar lo que significa para mí la natación es como mirar un caracol sumergido en agua quieta y transparente. Ahí está, bien delineado, pero cuando meto la mano y quiebro la superficie las ondas lo refractan. Se vuelve cinco caracoles, veinticinco; algunos más chicos, algunos más grandes. Tanteo a ciegas y busco eso que vi con claridad antes de tratar de agarrarlo.»

Uno de los libros más citados y elogiados de los últimos meses es El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza. Es un libro doloroso sobre el femicidio de la hermana de la autora, la Liliana del título, y parte del vínculo que tenía con ella se gestaba en el agua de una piscina y entre el olor a cloro. Es allí donde sucede este momento catártico:

«Su nombre me atravesó los labios sin darme tiempo de pensarlo. Dije: Liliana. Y entonces lo oí. Me quedé paralizada un rato. El olor a cloro, que inundaba el lugar, se introdujo de súbito por las narinas y me llenó por dentro. Esto es algo que yo siempre hice contigo, dije. Y oí eso que dije. Desorientada, sin saber qué hacer, me zambullí de nueva cuenta en el agua en lugar de ir a los vestidores. Toqué el piso con los pies y, con ellos, me impulsé con fuerza hacia la superficie. Liliana, dije al salir. Liliana Rivera Garza. Y volví a repetir su nombre bajo el agua, llenándome la boca de burbujas, mientras intentaba tocar el piso de la alberca otra vez.»

Termino con un último vínculo: el que hacer el argentino Santiago Loza en Nadadores lentos entre la natación, la lectura, la escritura, la calma.

«Cuando tomé las primeras clases de natación, los profesores de la pileta me preguntaron cuál era mi profesión. Traté de explicar a qué me dedicaba. Ellos habían creído al verme nadar que tenía algún trabajo de gran complejidad y riesgo, cirujano, científico en una planta nuclear o corredor de bolsa. Un trabajo que, de la presión, volvía mi cuerpo rígido. Esa rigidez impedía que pudiera mantenerme bien a flote. Me dijeron que no podía nadar sin intentar relajarme. Pocas veces lo logro. Pocas veces mi mente no está en estado de alerta. Pero a veces sucede la calma. Con el agua, con la escritura, con una lectura o caminando al sol en una tarde otoñal. Un breve olvido que alivia. Una manera de nadar.»

Este mes también leí y te recomiendo

  • El acontecimientode Annie Ernaux. Un abordaje brutal y autoficcional que la última ganadora del Nobel de literatura escribe a partir de un aborto que se hizo en su juventud. Impresionante. 
     
  • Contra el futuro, de Marta Peirano. Especialista en tecnologías y poder, columnista de El País de Madrid, Peirano intenta encontrar en este libro la respuesta a los problemas enormes que nos estamos agenciando como humanidad en el terreno ambiental y tecnológico. Spoiler: se vienen décadas complicadas. Y coincidencia o no, ella también habla mucho del agua y los líos en los que nos estamos metiendo por no cuidarla.
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