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Esperando a los bárbaros*

Los rumores y las mentiras siempre han servido para avivar conflictos
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08 de diciembre de 2019 a las 05:00

El mensaje de WhatsApp leía más o menos lo siguiente “Alerta a todas las unidades (tres emojis de alarma): Levantamiento violento en todo Quito. Manifestantes han invadido y saqueado la Contraloría del Estado, trece policías abatidos, decenas de heridos. El Comandante General ha renunciado”. Llegaba de colegas, amigos y familiares asustados. Lo acompañaba un vídeo de la Contraloría en llamas. En el medio de la confusión y del caos, los agentes vacilaban entre retirarse o mantener su posición.

La información era falsa. En realidad, es un claro ejemplo de lo que se llama información nociva: las imágenes no estaban manipuladas, eran reales. La Contraloría había sido incendiada. No había policías heridos ni muertos. El Comandante General no había renunciado. El mensaje contenía información verídica, pero era tergiversada y utilizada de manera deliberada para incitar el caos y provocar a la policía.

Se trata de un fenómeno global. Las redes sociales chilenas están llenas de mensajes falsos con videos e imágenes de policías y manifestantes fallecidos, cortes masivos de agua y hospitales incendiados. En el marco de las protestas independentistas en Cataluña, los Mossos d’Esquadra han estado en la mira de todo tipo de noticias falsas: policías que parecen estar causando disturbios, militares españoles desplegados en calles que no son de Barcelona, y cientos de imágenes de heridos graves como corolario de abusos policiales que no ocurrieron.

Por supuesto, no todo es información falsa. En todos estos conflictos hay vídeos e imágenes reales que evidencian el uso desproporcionado de la fuerza contra personas ya reducidas o que están de paso. La situación en Chile es especialmente grave, en tanto que la actuación de los Carabineros en muchos casos ha incluido un uso indiscriminado e indebido de armas y escopetas antidisturbios, golpes innecesarios a manifestantes y atropellos con vehículos oficiales.

El caso más estudiado es el de Hong Kong, donde las noticias falsas han creado un segundo campo de batalla entre la policía y los manifestantes prodemocracia. Como en América Latina, los mensajes que se distribuyen por WhatsApp y redes sociales son particularmente simples y maniqueos. Además de desacreditar a uno u otro bando, refuerzan las creencias propias y dificultan la comprensión de las ajenas. Polarizan posiciones y se convierten en síntomas y causas del conflicto, alimentando una tendencia innata y a veces desafortunada del ser humano, el tribalismo.

Como parte de la desinformación generalizada están también aquellos que alertan de conspiraciones revolucionarias o imperialistas, las cuales siguen supuestos “modelos de revolución molecular disipada”, todo coordinado y dirigido desde Washington o desde el Foro de San Pablo. Es la simplificación de conflictos sociales tan complejos lo que sugiere la falsedad de muchos de estos relatos, lo que no implica que tergiversan elementos verídicos. Los rumores y las mentiras siempre han servido para avivar conflictos, como demostró la inexistencia de armas de destrucción masiva en Irak. Sin embargo, hoy las noticias falsas se han vuelto un elemento central de las llamadas guerras híbridas, que combinan fuerzas regulares e irregulares con poderosos aparatos de desinformación para desestabilizar Estados y polarizar sociedades.

No es mi intención ser alarmista, pero Uruguay no es ni será ajeno a este problema. Los incidentes en Kibón no parecen tener tintes políticos, pero eso no significa que la rabia y la frustración no puedan haber sido estimuladas de forma intencionada, aunque solo fuese por quienes estaban ahí esa noche. Los conflictos y desacuerdos son inherentes a la vida en sociedad, pero las nuevas tecnologías suponen un punto de inflexión. Las redes sociales nos dan a todos un megáfono con el que comunicar nuestras arengas hasta lugares insospechados. Grupos fragmentados y desconocidos entre sí pueden ser convocados a un mismo encuentro o llamados a actuar de forma sincronizada en distintas áreas del territorio. Si las multitudes siempre son complicadas de gestionar, ahora la policía ya no trata con uno o dos grupos organizados, sino con cantidades enormes de células e individuos que no están afiliados ni responden a jerarquía alguna. Banditas juveniles, pandillas, barras bravas, grupos anarquistas y matones a sueldo, todos pueden confluir en un mismo monstruo sin cabeza ni propósito.

El fenómeno es nuevo y aún es muy pronto para proponer soluciones efectivas. La difamación de la policía de Hong Kong profundizó la rabia de los manifestantes y dio lugar a la violencia que perdura hasta hoy. Los Carabineros de Chile se vieron superados por los estallidos de violencia y respondieron con excesos y ensañamiento. En Bolivia la violencia pasa de un lado del espectro político al otro. Si se puede sacar alguna conclusión a esta altura, es que es preferible prevenir que lamentar.

En primer lugar, nuestra policía debe entrenarse para estas situaciones. No solo para controlar el accionar de multitudes y dispersar manifestaciones violentas, sino también para ser objeto de intentos de difamación que ayuden a radicalizar las protestas. Para ello son imprescindibles la disciplina y la cadena de mando, pero también la noción misma de cómo funcionan estas estrategias y de cómo pueden corromper su accionar.

En segundo lugar, el Estado debe combatir la desinformación de forma proactiva. Es un campo de batalla que se juega en las redes, donde la inversión en inteligencia y comunicación es clave para desarmar engaños y llamar a la calma. La ‘Línea verde 911’ que lanzó la policía en 2018 es un primer paso, pero está lejos de cumplir sus propósitos. Las cuentas de Facebook y Twitter de la Policía Nacional y del Ministerio del Interior tienen apenas 30.000 seguidores cada una. Para ser efectiva, la policía debe tener un alcance mucho mayor y establecerse como una voz legítima y serena en momentos de convulsión. No se trata de verificar noticias falsas al barrer, sino de dar certezas y llamar siempre a la calma.

Por último, la clave para prevenir los estallidos está en aislar a los violentos. A través de las redes sociales, la policía puede hacer esfuerzos para advertir a la población de eventos y manifestaciones que pueden tornarse violentas. Ello no solo puede tener un efecto disuasorio, sino que también prepara a los manifestantes pacíficos para contener a quienes tienen una agenda diferente.

En realidad, esta tarea no es solo responsabilidad de la policía y del Estado, sino de todos los grupos y partidos políticos. En el contexto de políticas impopulares, de protesta y movilización, no es raro que surja la tentación de aprovechar a los violentos para incitar el conflicto. Haremos bien en recordar siempre que nuestra democracia se fundamenta en el diálogo y en el respeto por quienes piensan distinto. Como decía el escritor ruso Isaac Asimov: “La violencia es el último recurso del incompetente”.

* “Esperando a los bárbaros” es el título de un poema de Constantino Cavafis.

Diego Sanjunrjo es doctor en Ciencia Política, especialista en políticas de seguridad y armas. Investigador Postdoctoral en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, UdelaR.

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